Organizar un viaje relámpago es lo que tiene. Que se te cruza un cable y convences a un amigo para ir a comer a trescientos kilómetros para regresar como quien no quiere la cosa. Con el cuentakilómetros al rojo y el alma tan hinchada que a uno le dan ganas de acabar a lo Telma y Louise. Lo juro.
Las conversaciones de carretera, con el cedé haciendo las veces de moqueta para nuestras palabras. Sin pegar el zapato a la tabla para evitar engrosar las estadísticas de la degeté y la cuenta corriente de la Guardia Civil. Viendo los árboles pasar de largo por la ventanilla, eligiendo palabras a dúo para afinar y atornillar el concepto que se quiere expresar. Jugando con el diccionario particular, derrochando imágenes y metáforas que en otros ámbitos sería imposible soltar. Momentos así, de diálogo y declaración de intenciones fundamentales, trascendentes, rotundas y radicales sólo son posibles cuando tu interlocutor es una persona de mundo, con un rotundo bagaje de sabiduría acumulada a lo largo del tiempo y con la mente abierta a la vida.
De eso hablamos en nuestras cinco horas de trayecto. De la vida. De lo difícil que es lo sencillo, de la muerte, de cómo al final lo que cuenta es lo que uno ha colaborado para dejar esto mejor de cómo lo encontró. De los amigos, de la familia, de los compañeros de trabajo, del compromiso con los que tenemos alrededor, de la responsabilidad y la confianza. De lo importante que es morir acompañado, del humor como modo de afrontar la vida, incluso en las desgracias. De tener los pies en el suelo, de no perder la utopía, del equilibrio, de la armonía.
Esta semana le he dado la vuelta al contador. He compartido horas de minibús con gente atormentada, cansada de su trabajo, hastiada de la vida. Mi chica me ha dado un beso sin que se lo pida, he visto el arcoiris dos días seguidos, mi hermano me ha invitado a un café y un amigo se ha casado por la Iglesia. La vida. Es la vida.