OPINIóN
Actualizado 03/08/2014
@santiriesco

 

Nacer en el Norte marca.  Eso de caminar sobre musgos y líquenes como quien anda descalzo sobre la moqueta de una habitación de hotel, no se olvida fácilmente. Tampoco se pueden borrar los dedos del viento cuando te mesa los cabellos mientras miras al mar. Nada que ver con el aire acondicionado, gélido, monótono y ruidoso que te pega en la cara a golpe de botón, sin alma. El Norte tiene un aire mágico que no se ve. Sólo puedes intuirlo cuando de un rebaño de árboles se escapa, despacio, como flotando, una brizna de bruma que se anuda al pico de la montaña.

También sus gentes son especiales. Como de madera fresca y recién cortada que huele a camaradería. Cuesta entrar en sus entrañas pero, una vez dentro, te atrapan con sus costumbres, su nobleza, su modo de entender la vida como si de un arte ancestral se tratara. En el Norte compartir es vivir.

Uno, que es más de Madrid que la osa del madroño, sabe que el Norte engancha. Lo sé por los asturianos que me parieron, por los gallegos que me dieron su amistad, por los cántabros que me acogieron, por los vascos a los que amo. Lo sé. Lo sé porque cuando vengo al Norte me cambia la cara, el corazón me late más despacio y oigo en mi pecho las sístoles y diástoles del Cantábrico.

La vida me ha devuelto al Norte, junto a las raíces de mis progenitores, al lado mismo del lugar con el que lucho para hacer realidad mis ilusiones.

Sentir el verde en la nuca con los ojos inundados de azul es algo más que una experiencia.

A ver si voy a ser de aquí y no me he dado cuenta.

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