OPINIóN
Actualizado 25/07/2014
Daniel García

Continuamos este particular culebrón veraniego que nos va a llevar a explicarnos la excelente capacidad humana de criar michelines. Habíamos dejedo a nuestros lejanos antepasados, los primeros homínidos, pasándolas canutas cuando se vieron forzados a establecerse en la sabana, un entorno más hostil y donde tuvieron que adaptarse a alimentos de peor calidad nutricional. Se acabó la enorme disponibilidad de fruta fresca al alcance de la mano y tuvieron que buscarse la vida conformándose con raices y tallos más difíciles de encontrar, de masticar, de digerir, y nutricionalmente menos completos. Ahí les habíamos dejado, evolucionando a ritmo de necesidad biológica y más concretamente de necesidad nutricional. Y de esos que se adaptaron venimos. Pero vayamos al tema de cómo conseguirmos adaptarnos a esos cambios y cómo de esa adaptación surgen los michelines actuales.

Solo existe una forma de afrontar el reto de sobrevivir a los periodos de escasez de alimentos: almacenar reservas de energía. Movido por este objetivo, un buen número de animales, como los roedores o las hormigas, se pasa la vida acumulando provisiones en algún lugar seguro, dentro de su hogar. La mayoría, no obstante, prefiere llevar siempre consigo las reservas de energía, incorporadas a su organismo en forma de depósitos de grasa (algunos animales, como los osos, lo complementan además con hibernación). Esta opción es, sin duda la mejor. Y lo es por un doble motivo: porque permite disponer de la energía necesaria en cualquier momento y lugar, y porque la grasa corporal es, muy por encima de las otras alternativas biológicas, la manera más eficiente y rentable de almacenar energía, ya que concentra dos veces más de calorías que los azúcares o las proteínas y, además, lo hace con un coste de tan solo el tres por ciento de la energía acumulada y sin retener agua (algo que no ocurre con el glucógeno, la forma en que se almacena el azúcar o la glucosa, que contiene bastante agua, lo que conlleva un mayor volumen y peso corporal y, por tanto, una mayor dificultad para moverse).

Sobra decir que la estrategia que adoptamos los seres humanos para mejor enfrentarnos a los episodios de hambruna fue la de aumentar los depósitos de grasa. Y tan bien lo hicimos que el Homo sapiens sapiens es uno de los mamíferos que más grasa tiene (las mujeres, por cierto, en cantidad mayor que los hombres). De hecho, nuestra grasa (o sea, la parte del organismo ocupada por ella) es tan abundante en proporción al peso que nos asemeja más a un delfín que a un primate.

Un tiempo muy lejano. El aire seco y el sol. El verdor que se apaga. Un paisaje arisco. La escasez. Unos homínidos con el hambre acechando en el horizonte, como un tigre agazapado tras las hojas vigilando a su presa. Así se fraguó el proceso por el que los seres humanos nos separamos todavía más de la familia de los monos y pasamos a formar parte del abultado grupo de mamíferos acumuladores de grasa. Y tal vez gracias a ello no hayamos desaparecido como especie. O lo que es lo mismo, probablemente gracias a esa ventajosa adquisición evolutiva, ocurrida en aquellos tiempos hostiles en que nuestros antecesores tuvieron que enfrentarse a la escasez de alimentos, hoy nosotros estamos aquí.

Una vez resuelto este punto, surge un nuevo interrogante: ¿cuál es el mecanismo biológico que está detrás de nuestra propensión a acumular el excedente calórico en forma de reservas de grasa? ¿Qué estrategia metabólica nos ha hecho ser tan eficientes en el aprovechamiento de la energía? La respuesta hay que buscarla en el metabolismo de los hidratos de carbono. Comencemos por recordar algunos aspectos básicos. La digestión de los hidratos de carbono que ingerimos con los alimentos (principalmente con los vegetales, pero sobre todo con las semillas que es donde se encuentran en mayor proporción) produce un aumento de la glucosa en sangre, que a su vez estimula la producción de insulina en el páncreas. Esta hormona tiene por misión actuar sobre las células del organismo para favorecer la captación y la utilización de la glucosa (la principal fuente de energía que utilizan las células para funcionar). Un mecanismo que funciona a la perfección en los herbívoros y en la mayor parte de los primates, merced a que sus tejidos tienen una elevada sensibilidad a la insulina (no en vano su alimentación se basa en hidratos de carbono).

Espero que os esté resultando interesante. El próximo viernes será la última entrega de esta serie... aunque el final lo conocemos. Si, los michelines.

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