En nuestro país se han producido grandes avances en la atención educativa de las personas con discapacidad; pero después de 32 años de desarrollo de la LISMI (Ley de Integración de los Discapacitados), algunos seguimos viendo dinámicas ambiguas y con escasa dosis de sensibilidad y compromiso social. Además, las distintas Administraciones están ahora en época de rebajas obviando que en este ámbito no hay que recortar sino profundizar en los Derechos Humanos para avanzar en efectividad y progresividad en relación con unos miembros de esta Sociedad que deben ser una prioridad dado que se trata de personas vulnerables y que muchos no pueden defenderse a sí mismos. El riesgo de seguir con estas dinámicas obsoletas, faltas de sensibilidad y profesionalidad, está en volatilizar los avances sociales que se han conseguido con mucho esfuerzo a través del progreso del sistema de social ?Educación, Sanidad y Servicios Sociales-.
En el ámbito educativo las personas con discapacidad y/o alumnos con necesidades educativas especiales constituyen un grupo poblacional injustamente tratado, dado que se les dedican escasos recursos financieros, humanos y técnicos reduciendo así sus posibilidades de normalización e integración. En el proceso educativo están claramente identificados dos puntos críticos. El primero se produce en la ESO donde se atascan la mayoría de los alumnos de integración por falta de planes individuales y de recursos adecuados para un proceso de enseñanza-aprendizaje efectivo. El segundo en la etapa de transición a la vida adulta, donde no se deja estar a las personas con discapacidad el tiempo necesario para mejorar sus capacidades y habilidades. Etapa que debería ser más flexible y adaptarla a cada persona en base a criterios profesionales y a las posibilidades y capacidades de cada caso con la posibilidad de alargarla hasta los 24-25 años, en lugar terminar a los 21 actuales. Estos años más de Educación pueden suponen un aumento significativo en el grado de Autonomía, Bienestar y Calidad de Vida para su edad adulta y, en consecuencia, conseguir una mejor incorporación a la Sociedad. Sobre todo, cuando este mismo sistema permite a los estudiantes universitarios repetir y estar financiados por la universidad pública una media de cuatro años por cada asignatura (8 convocatorias, dos por año) e incluso utilizar su matriculación para efectos diversos en relación con otros intereses no estrictamente educativos y que están escasamente controlados.
Se pueden aludir muchas excusas y razones para justificar la realidad de tal situación; pero la verdad es que la mayor parte de los avances han sido más teórico que reales, en términos de equidad y de buen gobierno social. No se han aprovechado adecuadamente las décadas de bonanza económica para poner las bases financieras del cuarto pilar del Estado del Bienestar. No hay un consenso nacional mínimo e imprescindible en Educación y así es difícil la efectividad y la eficiencia, llevamos numerosas reformas y, probablemente haya más, dada la inconsistencia cerebral de nuestros representantes.
Las personas con discapacidad deben ser tratadas como personas y no como números o estadísticas de documentos administrativos, dado que constituyen un grupo poblacional que aporta valor añadido a la Sociedad y su tratamiento adecuado y efectivo es reflejo de valores como la generosidad, la humanidad, el compromiso social, la justicia, la igualdad y la equidad. Porque cuando se avanza en valores humanos se avanza en modernidad, progresividad y sostenibilidad social y, cuando estos se hacen evidentes, existen razones para estar satisfechos y orgullosos de lo que aportamos y de lo que conseguimos. Cuando ocurre los contrario, es que estamos en crisis y, por tanto, socialmente y como Sociedad, enfermos.