Como en las semanas anteriores, seguimos rastreando los pasos de nuestros antepasados en busca de alguna explicación evolutiva a algunos de los males de la sociedad actual (males sanitarios, claro, de otro tipo de males cuesta encontrar explicación). Si no has leído la columna de los dos viernes anteriores te invito a que las eches un vistazo para que veas de qué va el tema de este evolutivo culebrón veraniego.
Estábamos el viernes anterior llegando a la conclusión de que enfermedades como la obesidad, la diabetes tipo 2, algunas dislipemias, entre otras metabólicas son, en esencia, el resultado de los cambios en el estilo de vida que suelen acompañar a las mejoras económicas, sobre todo en aspectos como la dieta y la actividad física. Unos cambios que fatalmente van en contra de los que conviene al organismo humano. Nuestros genes no están diseñados para la opulencia, sino para la escasez. Tampoco para el sedentarismo, sino para la acción y el esfuerzo. En realidad, los genes del Homo sapiens están adaptados a las inclementes circunstancias que se dieron en la prehistoria, pero no a la confortable forma de vida actual, caracterizada por una baja actividad física y por una dieta hipercalórica, rica en azúcares, productos refinados grasas (en especial saturadas) y sal.
Los hombres y mujeres actuales somos el resultado evolutivo de millones de años de penurias, dificultades y adaptaciones, el final de un tortuoso camino que fue seleccionando nuestros genes para la escasez. En efecto, en su decidida lucha por sobrevivir, la especie humana ha ido desarrollando una extraordinaria capacidad de resistencia al hambre, una adaptación que ha quedado grabada a fuego en su genoma. De ahí que el organismo del Homo sapiens sapiens moderno no sepa responder adecuadamente ante la opulencia y la vida cómoda actuales, pues está diseñado para enfrentarse a la escasez y para correr detrás de la comida. Nuestro organismo, en suma, está preparado para el ahorro y la eficiencia energética, no para el despilfarro. De manera que, si comemos más de lo necesario, las calorías sobrantes las acumulamos en forma de depósitos grasos. Unas reservas que, a pesar de su mala imagen actual, son muy valiosas en términos de supervivencia, ya que sirven para afrontar los periodos de ayuno que puedan venir. Si nuestro organismo quemara alegremente las calorías sobrantes sin acumular reservas grasas para el futuro, difícilmente podríamos haber sobrevivido a los recurrentes periodos de falta de comida. Es nuestra fabulosa capacidad para criar michelines los que nos han hecho sobrevivir como especie!
Esta espartana constitución biológica de los seres humanos se forjó en los primeros estadios evolutivos, una vez que dejamos atrás la estela simiesca y acabaron los tiempos de bonanza iniciales. Ya sabemos que a los primeros homínidos, o sea, a esos parientes remotos que vivían en los árboles y estaban más cerca de sus primos los monos que del hombre actual, no les solía faltar comida. Algo similar a los que les ocurre a los actuales simios que habitan los bosques tropicales: están rodeados de alimento durante todo el año. Es raro que los primates en su hábitat natural pasen hambre.
Las penurias comenzaron cuando aquellos homínidos se vieron forzados a abandonar el bosque y establecerse en la sabana, un entorno más duro y hostil para el que no estaban preparados. A partir de entonces tuvieron que aprender a vivir en condiciones precarias, a recurrir a alimentos de peor calidad (raíces, tallos?) y a convivir y adaptarse a la amenaza persistente del hambre. Una amenaza que comenzó en tiempos de los australopitecos y que ya nunca nos abandonó del todo. Un peligro siempre acechante que se comporta como el oleaje que, una y otra vez, sube y baja y se estrella contra la costa, que es la línea de la vida. Hay pocas especies animales que hayan pasado tanta hambre como el hombre. De este material obstinado, de esta lucha constante por sortear el hambre y buscar cierta seguridad alimentaria está hecha la naturaleza humana.
Seguimos el próximo viernes. Disfrutad el verano.