OPINIóN
Actualizado 17/07/2014
Rosa García

  Carolina y Elena eran dos amigas metidas en la treintena y con la cabeza bastante bien amueblada. Un día coincidió que la pareja de Elena estaba de viaje y que la hija preadolescente de Carolina se había ido de campamento, así que, sin nada mejor que hacer, decidieron salir a cenar con la idea de pasar una velada agradable, disfrutando de la comida y de una de esas conversaciones inteligentes que tanto les gustaban.

   La cena iba bien y la charla mejor, hasta que sobre la esquina de la mesa que mediaba entre las dos, se posaron una cabeza y dos manos. La cabeza y las manos parecían pertenecer a un niño de unos tres o cuatro años, que se dedicó a mirar a las legítimas ocupantes de la mesa, reírse, y farfullar algo en un idioma parecido al nuestro aunque difícilmente comprensible. De forma instintiva las dos amigas estiraron los cuellos como mujeres jirafa intentando encontrar la procedencia de aquella aparición. Por mucho que buscaron, en ninguna mesa se veía a nadie que mostrara el más mínimo interés por el crío. Cuando estaban a punto de llamar al camarero, el inesperado acompañante se dio la vuelta y se dirigió a la mesa que Elena tenía justo detrás, donde un grupo de ocho personas gozaban de una típica reunión familiar.

   Las dos amigas dieron por finalizado el episodio. Se disponían a retomar la conversación y la comida cuando aquella cabecita, con sus respectivas manos, volvió a posarse sobre el mantel. La primera incursión había sido exploratoria, la segunda era una invasión en toda regla. Después de volver a mirarlas y reírse, con la mayor naturalidad del mundo como si tuviera la costumbre de hacerlo, comenzó a meter sus manos alternativamente en los platos de nuestras protagonistas, para coger y comer los pedacitos de comida que consideraba más sabrosos. Carolina lanzaba miradas de socorro por encima del hombro de Elena hacia los familiares de la criatura, en un intento desesperado de llamar educadamente su atención. Vano esfuerzo, aquellas personas, a pesar de estar viendo lo que pasaba, no tenían la menor intención de hacer nada al respecto.

   Las caras de estupor de Carolina y Elena atrajeron la atención del camarero que, haciéndose cargo de la situación, cogió al chaval y lo llevó a su mesa, advirtiendo al despreocupado grupo de que el niño estaba molestando a los clientes.

   Diez minutos después, cuando aún las amigas no habían salido de su asombro, el grupo en cuestión se levantó. Mientras salían, el padre de la criatura se acercó a la mesa de las mujeres dando por hecho que dos señoras que cenaban solas, y que no habían mostrado el afecto debido por su retoño, solo podían ser solteronas o lesbianas. Dispuesto a herirlas en lo que él suponía la razón de ser de las mujeres, les espetó de muy malas maneras:

   ? ¡Cómo se nota que ustedes no tienen hijos!

   A lo que Carolina, para dejar claro que el problema no estaba en las capacidades biológicas sino en las capacidades mentales, contestó:

   ? Se equivoca, tengo una hija, pero la tengo educada. 

 

Eberhard Keil "Bacanal infantil" s.XVII Museo del Prado

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