OPINIóN
Actualizado 13/07/2014
Paco Blanco Prieto

Al soñar morir, la muerte es sueño, pero soñar la muerte es matar el sueño y vivir el sueño matar la vida.

Quién no ha pensado alguna vez que la vida es un sueño, unas veces placentero y otras angustioso, explicando el primero de ellos la gozosa vida celestial del paradisiaco descanso eterno, y en el segundo caso las insufribles quemaduras que esperan a los pecadores con la pesadilla infernal.

La concepción de la vida como sueño es tan antigua como la historia del hombre, teniendo datos sobre ello en todas las tradiciones religiosas y filosóficas, desde los hindúes a los griegos, pasando por persas, budistas, mahometanos, judíos y cristianos, cada cual según su tradición, sabiduría y oportunidades.

En opinión de Platón, las personas vivimos en un mundo soñado y tenebroso, presos en una cueva de la que solo saldremos a la luz haciendo el bien. Algo que inspiró a Calderón su soñada obra, reduciendo a Segismundo en cárcel oscura hasta que supo quien era, para presentarnos la vida como un sueño.

Shakespeare llegó a decir que estamos formados de sueños, afirmando Píndaro que todo en la vida era sueño y sombra. Quevedo soñó el infierno, el juicio final, el mundo por dentro y la muerte, mezclando en ellos una crítica social a la España de los Austrias, pero despertando a tiempo para coger el tren hacia el sueño definitivo.

Junto a ellos, pero en el lado contrario, Unamuno anheló ver un nuevo mar después de la muerte para acabar con la tentación satánica del "para qué" de la vida, que muchas veces le hizo escéptico pretendiente al engañamiento de la muerte, mientras se preguntaba si la vida no sería un sueño de Dios, al que dedicó el último poema, recordándonos que si se sueña morir, la muerte es sueño, interrogándose si soñar la muerte no era matar el sueño y vivir el sueño matar la vida.

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