OPINIóN
Actualizado 09/07/2014
Manuel Alcántara

Una palabra que la mayoría considera precisa tanto en términos del calendario como de las señales externas que lo definen sin olvidar su componente imaginado; sin embargo, he aprendido que encierra un conjunto proceloso de interpretaciones. No es solo la obvia diferencia hemisférica que invierte las estaciones según se esté en el sur o en el norte, sucede también que hay lugares en los que mínimas variaciones térmicas a lo largo del año vinculan al verano con la estación de lluvias o, todo lo contrario, con la época seca. Pero dejando de lado las cuestiones climatológicas, me interesa más el componente simbólico que arrostra este término puesto que, además, estamos a sus puertas, si es que muchos no las han traspasado ya mientras otros piensan que veranos los de antes.

Los tópicos son abundantes y la recurrente alusión al momento estival como etapa de descanso, de corte con la rutina del año, de lapso que permite dejar alguna cosa que otra para después teniendo cierta justificación social, dan al verano un significado que interioriza aspectos fundamentales del ciclo vital. El estío como construcción cultural integrando pautas de comportamiento que se mueven fundamentalmente en torno a parámetros psicológicos, aunque los de carácter fisiológico no dejen de ser  irrelevantes. En fin, un periodo de terapia para cumplir sueños o seguir simplemente soñando, para cultivar el cuerpo y, dicen, el espíritu, para ejercer un relativamente reciente derecho laboral al asueto vacacional.

La vida requiere algún tipo de estacionalidad. Cuartear la existencia mediante ciclos que podemos denominarlos de una manera u otra, sean estaciones, cosechas, años, lunas, es algo que la humanidad ha hecho siempre. Que esta periodificación tenga un sentido u otro es cuestión de los tiempos y de las sociedades donde se da. Además, somos muy conscientes de la forma en que desde hace décadas el mercado, por ejemplo, impone su concepto de verano que incorpora patrones específicos de consumo determinando desde cuando se produce su arribo hasta qué hay que consumir. Pero en mi caso, debo reconocer que cuando acepto la llegada del verano me estoy apropiando de un período de pérdida, a veces irreparable. Un tiempo de desarraigo acentuado por la pulsión de la huida. Tomo conciencia del fin de las cosas, de la dispersión de las personas queridas, de la debilidad de las relaciones establecidas. Asumo el paso irremediable del tiempo y el irritante desgaste de la vida.

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