A Francisco, el Papa de los pobres, se le entiende perfectamente. Como le pasaba al de Galilea. Sus palabras ?y sobre todo sus hechos- no necesitan exégetas, ni doctores en teología, ni vaticanistas especializadísimos, ni clérigos autorizados por cargos archieclesiales para explicar qué es lo que ha querido decir con sus palabras ?y sobre todo con sus hechos-.
Con el buen humor que proporciona el amor, los que vemos en Francisco un regalo de Dios para un tiempo convulso de cambios globales, no nos cansamos de decir que es un Papa "plagiador". No es nada original, todo lo que dice y lo que hace ya lo hizo y dijo Jesús hace más de dosmil años.
Eso de comer con los pobres, lavar los pies a los que sufren, poner a los niños como ejemplo y darles la palabra, invitar a los más débiles a que suban al coche oficial para que le ayuden a saludar, denunciar los sistemas económicos que no tienen a la persona como centro y culmen, pedir la paz abrazándose con hermanos de otras religiones, levantar la voz para que acabe el silencio de los cristianos ante las situaciones injustas, escuchar la voz del pueblo de Dios, saltarse el protocolo cuando va contra el sentido común y rezar por todos en todo momento. Nada nuevo porque ya lo hizo Jesús. O muy nuevo, porque no se recuerda nada igual en un Papa desde tiempo inmemorial.
El Papa de los pobres no es sólo un regalo para el pueblo de Dios. En este momento histórico en el que parece que la humanidad despierta de la injusticia institucionalizada; justo cuando el reloj del planeta comienza su cuenta atrás por el abuso al que ha sido sometido por el hombre? aparece Francisco y nos recuerda que hay que vivir con la alegría del Evangelio. Que no hay que buscar fuera lo que todos tenemos dentro. Que se trata de escuchar a Dios en nuestro interior y dejarlo salir fuera. Que la felicidad no es otra cosa que dejar el mundo mejor de como lo encontramos, que la verdadera felicidad está en hacer felices a los demás.