OPINIóN
Actualizado 05/07/2014
Manuel Lamas

El anciano, decrépito y cansado, avanzaba torpemente. Apoyado en su bastón buscaba un lugar para descansar. El único banco a la sombra estaba ocupado, pero había espacio suficiente para los dos. Naturalmente, se sentó a mi lado. Pasaron unos segundos, los suficientes para  consultar si me importaba. Acepte su compañía y dejé sobre el banco el libro que estaba leyendo.

Sin darme cuenta, el interlocutor anónimo, inició la conversación y se esfumó la quietud, también el silencio, de aquella tarde otoñal. Pero gané la compañía de alguien que necesitaba hablar.

Una corta introducción sobre el estado del tiempo, le bastó al anciano para sumergirse en una dialéctica más profunda. Comenzó haciéndome una pregunta: ¿es usted feliz? Sorprendido por lo que terminaba de escuchar, adiviné, en esa pregunta, su carencia de afectos. La expresión de su cara ratificaba mi sospecha. Pues, las palabras, no pueden disfrazar el lenguaje de los sentimientos. Su rostro denotaba cierta decepción, pero también, grandes esperanzas por conocer algo nuevo;  como si se tratara de alguien que se resiste a tirar la toalla, antes aprovechar la última oportunidad que le ofrece la vida.

 Respondí a sus palabras con otra pregunta. Dígame: ¿qué es la felicidad y qué debo hacer para encontrarla? El anciano, frunció el ceño, al tiempo que recogía el bastón, que había caído al suelo. Y, continuó: siempre busqué la prosperidad como un bien supremo; perseguí esa felicidad que se esconde en los anhelos del corazón; semejante, previsiblemente, a la que busca la gente, atraída por el brillo de las cosas. Pero, ha  tenido que transcurrir casi toda mi vida para comprender la magnitud de mi error.

La ausencia de bienes, nos aboca al padecimiento físico; pero el exceso de pertenencias, secuestra nuestra libertad y nos hace esclavos de aquello que no utilizamos. Y, aunque nuestro comportamiento tiene una influencia directa en las personas que tenemos más próximas, la felicidad, no es un bien que podamos transferir a los demás. Cada uno la vivimos de forma diferente. Pues, cada ser humano, constituye un microcosmos difícil de armonizar con el de sus semejantes. Diferentes son, por tanto, los caminos para alcanzarla y los modos de sentirla.

Quizá, la felicidad, no sea otra cosa que una serie de renuncias para no atarnos demasiado a las personas ni a las cosas. Cada elemento requiere su espacio. Las personas, para conservar el equilibrio; de las cosas, hemos de servirnos con moderación, para que no arrebaten todo nuestro tiempo.

Tal vez entendamos por felicidad, esa certeza en los juicios, para no errar en nuestras apreciaciones. Generalmente, la felicidad, muestra un camino contrapuesto al placer sensual. Los placeres crean adicción y producen malestar si perdemos la moderación. La felicidad, es un estado de libertad que atraviesa todas las barreras. En su posesión, quisiéramos detener el tiempo pero, este, escapa de nuestras manos como agua que se precipita a su nivel más bajo. Son demasiados los avatares de la vida; no debemos esperar largos períodos de plenitud.

Sin embargo, un camino seguro se abre a nuestros pies, cuando aceptamos las reglas que regulan el orden natural. Mostrar docilidad acogiendo esas normas, constituye un descanso seguro. Hemos de fundirnos en la Naturaleza como un elemento más; aportar nuestra pequeñez para formar el todo y, al mismo tiempo, sentirnos totalidad sin pretender condensar, esa inmensidad, en el punto donde convergen nuestros intereses. Entonces, la felicidad, llegará como una consecuencia lógica; como respuesta veraz y proporcional para quienes aceptan integrarse en ella sin poner condiciones.

No corras, por tanto, hacia la felicidad, espérala como quien pretende algo valioso y desconoce donde buscarlo. No llenes tu mochila de necesidades, ni cargues con el peso de objetos que no necesitas. La propia naturaleza dosifica la felicidad en función de la conducta.

Ahora, viejo y cansado, conservo las ideas más lúcidas. No me mueve el egoísmo. Quiero reconciliarme con el mundo despojándome de las cosas. Pretendo ganar la confianza de los demás con palabras sinceras. Busca pues, la felicidad, desde la renuncia. Entrega parte de lo que te sobra, pero evita que la donación te incomode. Pues, la entrega no cumple su fin, si consideras pérdida aquello donas.

Finalmente, el anciano abandonó el lugar. Lentamente recorrió el espacio hasta que le perdí de vista. Sumergido en cavilaciones comencé a descifrar las reflexiones del abuelo. Yo mismo tendría que transformar sus palabras en respuestas para no apartarme demasiado del camino que terminaba de mostrarme. 

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