Se hace largo un Mundial sin España, eliminada en el séptimo día de competición, cuando incluso dos selecciones todavía no habían empezado a jugar. Completadas ya tres semanas de campeonato, estas líneas ven la luz a la altura de los cuartos de final. Quizá más cerca de esa final Brasil-Argentina, que sería el más dulce sueño para el vencedor y la más amarga de las pesadillas para el derrotado. O de un Colombia-Costa Rica que reventaría todos los pronósticos y volvería locos a los apostantes más osados. O de un Alemania-Países Bajos que refrescaría viejas rivalidades, o de un Francia-Bélgica que enfrentaría a dos vecinos europeos al otro lado del Atlántico. Pronto saldremos de dudas.
Lo que se ha demostrado ya, como cada cuatro veranos, es la magnitud social del acontecimiento mundialista. Para bien y para mal. La gran mayoría de los seguidores en todo el mundo lo estamos viviendo como un entretenimiento, ilusionados unos pocos, decepcionados algunos más, pero en definitiva conscientes de la original naturaleza deportiva del evento, aunque Brasil'14 se parezca poco ya a Uruguay'30. Un porcentaje más pequeño de aficionados, sin embargo, a los que se unen los oportunistas de turno, que en todas partes los hay, sueltan a pasear sus miserias con la excusa futbolera. Los éxitos de la selección colombiana, que desde Italia'90 no lograba superar la primera fase, han ocasionado celebraciones trágicas en Bogotá, en los que la euforia y el alcohol se dieron la mano provocando varias muertes. La rivalidad entre brasileños y argentinos preocupa igualmente a los servicios de seguridad. Sucesos ocurridos sobre el campo, como el mordisco del uruguayo Suárez al italiano Chiellini, no contribuyen a transmitir cordura a la grada. Tampoco los habituales problemas relacionados con la venta de entradas o con las primas a los jugadores. Los de Camerún, Nigeria o Ghana amenazaron con huelgas, e incluso estos últimos las cobraron en efectivo horas antes de su último partido. El presidente de Costa de Marfil, 168 de 186 en el índice de desarrollo de la ONU, en plena catástrofe natural en su país, decidió doblar la prima de sus representantes en Brasil. En cambio, los jugadores de Argelia, que han realizado un Mundial muy brillante, donarán sus premios a los refugiados de la franja de Gaza. Los de Grecia las destinarán a mejorar las instalaciones de la cantera, castigadas duramente por la crisis económica. Muchos otros, es de esperar, de una manera anónima sabrán reconocerse privilegiados y repartir sus ganancias.
Rusia y Qatar son las dos próximas sedes de la Copa Mundial de la FIFA, previstas para 2018 y 2022. Mientras la sombra de los sobornos pesa sobre la elección qatarí, el expansionismo ruso tampoco tranquiliza. Dos proyectos en consonancia con la concepción del fútbol como un gran recurso globalizador, capaz de mantener viva la ilusión algunas veces y asegurar la evasión y la falta de conciencia social muchas otras. Un Mundial hipertrofiado, en el que el fútbol lucha por escapar de la burbuja del negocio y casi nunca le dejan. Un Mundial de pasiones fuera de control o demasiado controladas desde fuera. Ojalá algún día recuperemos la sencillez con que Zarra celebró su histórico gol a Inglaterra el 2 de julio de 1950 en Maracaná. Ojalá algún día nos devuelvan el fútbol y no nos quepa el mundo en un Mundial.