Acabo de llegar. Es la segunda vez que visito Madagascar. Estuve hace cinco años en la isla roja recorriendo el sur y su desierto de espinas, las tierras de L'androy. En aquella ocasión tuve la suerte de disfrutar de la naturaleza en estado puro. En sus parques naturales los lémures me quitaron la fruta de las manos. Vi cocodrilos en libertad, me hice fotos entre los mágicos baobabs y tuve la fortuna de avistar un grupo de ballenas doblando el cabo de Santa María, el punto más meridional de una isla tan grande como España y Portugal.
En esta ocasión he tenido la oportunidad de conocer la otra cara del país. El altiplano malgache. Una meseta que es un mar de pequeñas montañas. La altitud varía entre los 1.500 metros de la profundidad de sus valles abiertos, a los 2.000 metros de sus suaves montañas casi completamente deforestadas. Los arrozales son casi un monocultivo. En la profundidad de los valles inundados y en las terrazas que los campesinos han ido preparando en las laderas, a modo de un inmenso puzle trabajado con ayuda del arado romano tirado por un par de bueyes. De cebús.
El buey, el cebú, ha sido el único animal que he visto en estas dos semanas. Cientos. Miles de cabezas con sus cuernos verticales apuntando al cielo y su jiba bamboleante, sebácea y peluda. Son tantos los bueyes del altiplano que el principal delito en el esta gran región de Madagascar es el robo de ganado. Los abigeos reciben el nombre de "dahalos" y los pastores se protegen de ellos agrupando sus rebaños de cebús y contratando hombres armados para evitar los atracos.
Han sido dos semanas de intenso frío, sin agua corriente, sin electricidad. Viviendo entre los más pobres y retratando la tristeza harapienta de la escasez cuando el tiempo es inclemente, áspero y duro. Como el invierno en el altiplano malgache.
Pero el sol brilla más.
Pero las estrellas son un espectáculo inenarrable.