La paloma, no blanca sino gris, está alterada. Tres veces la han importunado esta semana. Han invadido su altozano, hasta el punto que ha tenido que emprender el vuelo. Varias personas sin recato alguno se han apostado en su azotea. Si pudiera hablar diría que la han echado de casa. Pero no habla, sino vuela.
Cortando el aire con sus alas, no extensas sino firmes, consigue planear sobre la plaza hasta llegar con extremo cuidado a la balaustrada blanquecina. Conoce bien esos balcones, que están en sus dominios rutinarios. Aunque, temerosa y sensible como es, hoy tiene la sensación de que algo ocurre. Le tiembla el gorjeo cuando siente que allá atrás alguien zarandea de forma destemplada la vidriera principal. Entrevé un conserje en traje de gala por entre las cortinas aterciopeladas. El hombre, no sereno, sino histérico, intenta abrir pero no puede.
Ella sigue su trayecto sin esperar a oír a ese hombre, jurando con voz quebrada contra todas las almas del purgatorio, no cándidas, sino indiferentes a todo lo que se viene encima. Y la puerta sin abrirse. Cómo no se les habrá ocurrido probar cuál era la llave. Tanto tiempo hacía que no abríamos este mirador. Ah no, serán los de la limpieza que estos días pasados han hecho como que aseaban este solemne saliente, y no diligentes, sino despreocupados, se han olvidado del resto.
El pájaro prosigue su viaje, no como espectador inocente, sino como diablo cojuelo que conoce por dónde pasa y esconde sus saberes sobre las buhardillas céntricas. Uno vale más por lo que calla. Sin temor sigue adelante, por la ruta de siempre, hacia esa arbolada avenida en que la esperan los gorriones enredadores. Antes de llegar detiene su travesía rasante en otro lugar conocido. Allí están sus amigos leones, que nunca le han llevado la contraria. Detrás de ellos sí están abiertas las puertas relucientes. Qué raro; tampoco suelen airearse esos enormes dinteles, no acogedores sino ampulosos.
Sobre la melena de uno de esos felinos, no absorta, sino perpleja, recuerda que de ordinario, esta misma semana incluso, ha visto con sus propios ojos como la conocida muchedumbre entraba siempre por la puerta lateral. Serán los de servicio, claro. No en vano estamos en ciudad de postín, no cualquiera sino villa y corte.
En cuanto eleva de nuevo su figura hacia el cielo abigarrado, no azul de otoño plácido, sino ceniza de primavera incierta, no ve que se detiene ahí mismo un antiguo coche de curvas elegantes y que de él desciende una pareja, con aire inquieto y mirada lejana, para luego subir poco a poco los escasos escalones donde los animales conocidos siguen sin inmutarse, no desdeñosos, sino concentrados en lo que se dispone a suceder.
Mientras tanto nuestra amiga, no cansada sino asombrada, ya ha llegado a donde iba, y no logra encontrar a sus bulliciosos colegas a los que buscaba, también huidos de sus propios lares, por ese singular acontecimiento que a todas luces ignora, no por voluntad propia, sino porque es una vulgar paloma.