OPINIóN
Actualizado 22/06/2014
Sagrario Rollán

O un hermoso ejercicio de introspección adolescente, eso es el Diario de Anne Frank. Un final de curso como otro cualquiera, la expectación sobre las calificaciones escolares y  las apuestas sobre quién va a pasar o a repetir curso, la mirada burlona  de soslayo sobre la hermana mayor que habrá tenido unas notas brillantes?.

Y en menos de un mes, la mudanza, en ruta bajo la lluvia, pero no de vacaciones, sino al escondite de la casa de atrás.  Más de 70 años de estas páginas, hace unos días se celebraba el 85 aniversario del nacimiento de esta muchacha judía.

Y he aquí que al tiempo que ella se traslada con su familia al escondite, de donde no saldrá, sino para ser conducida a una muerte segura, se va desvelando ante el lector atento   todo el misterio de soledad, incomprensión, cariño profundo por los suyos, miedo, esperanza, sensualidad incipiente,   de un alma joven que se ha convertido en referente de fe y coraje para tantas generaciones.

Aunque Anne no es una niña perfecta , la franqueza con que desvela su corazón nos muestra el carácter fresco y ágil de quien,  en circunstancias excepcionales y absolutamente adversas para ella, para su familia y su pueblo,  toma las riendas de su propia vida. La paciencia,  la responsabilidad  y el agradecimiento son los rasgos más luminosos de esta caligrafía (escritura hermosa)  cuidadosamente trazada desde un túnel oscuro, que en definitiva abocaría a la muerte.

El diario comienza en el verano de 1942 con 13 años, en la primavera de 1944, sin haber cumplido todavía los 15, Anne echa una mirada sin concesiones  sobre su "pequeña vida" como ella misma la llama: defectos y virtudes, deseo de intimidad y afán de libertad. Como cualquier muchacha, pero  ella descubre una fuerza interior y una autonomía moral  inéditas: He decidido cambiar y crecer según mi voluntad.

Ya sabe que el fin de la prisión no está cerca, más bien parece alargarse indefinidamente, se pregunta por el sentido de su esfuerzo en los estudios si, como teme,  no va a volver a la escuela, esto la sume en el llanto y la frustración, sin embargo no la vence el desánimo y descubre el valor del estudio por si mismo, para madurar, para ser mejor persona. Confiesa ser su mejor crítica , la más severa, y de esa autocrítica saca fuerzas para retomar la escritura y cifrar en ella su salvación: quiero vivir, exclama,  incluso después de la muerte.

La mirada escrutadora,   capaz de sondear con tal sutileza su propia alma,  penetra también los gestos y las intenciones de los otros, en un alarde de comprensión y ternura atenta a los mínimos detalles, esos que pueden suponer roces o al contrario limar asperezas en lo cotidiano. Jamás se hace la víctima, consecuente consigo misma e indulgente con los que la rodean. También descubrirá el perdón, una experiencia alentadora, en la relación con su padre por el equilibrio de distancia respetuosa y de amparo que éste le propicia. Así declara que todo aquel que es capaz de hacer feliz a otro, no perderá el coraje ni la confianza ni sucumbirá a la miseria.

No deja de resultar admirable que en medio de las privaciones y el encierro, una vida austera,  sin diversiones ni caprichos,  sometida constantemente a la mirada de los otros, por la cercanía insoslayable  en la  estrechez de la casa de atrás, donde solo un ventanuco le permite ver un pequeño trozo de cielo y un árbol, esta muchacha fuera  capaz de apostar por la vida con tal fuerza: "cada día me siento crecer interiormente, y me siento más cerca de la libertad, de la belleza de la naturaleza y de la bondad de los que me rodean"

 

 

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