OPINIóN
Actualizado 05/06/2014
Rosa García

La gente de por aquí dice que me llamo Carlos, yo no me acuerdo. Mi memoria se reduce a ráfagas, a visiones puntuales que me asaltan sin previo aviso y que no soy capaz de hilvanar entre sí. Se que me siento feliz cuando escucho música clásica, algo se activa en mi cerebro, recorre mis venas y desentumece mis huesos. Achacan mi afecto por los sonidos a que de joven estudié en el conservatorio y que incluso llegué a tocar la trompeta con bastante soltura. Cuando me lo comentan sonrío en silencio, de eso sí que me acuerdo.

De las imágenes más o menos desordenadas que conservo de aquellos años hay una muy especial, una que me gusta recordar cuando miro por la ventana hacia el valle verde. 

Yo era una chaval que empezaba a afeitarse, rebelde con discreción y atontado la mayor parte del tiempo. Un año, no sé por qué, tuve que cursar una asignatura que consistía en cantar en coro. Me pareció el fin del mundo. Solo me consolé al saber que la clase iba a estar formada por un grupo grande, con muchos compañeros conocidos, y que metida allí, en medio de la manada, mi cara de aburrimiento pasaría desapercibida.

Para mi propia sorpresa en algún momento del curso aquello empezó a interesarme, llegó un día en que dejé de ser un borrego pasivo para convertirme en un corista activo que esperaba con ilusión la hora del ensayo.

El proceso de aprendizaje concluyó con un concierto en el mejor y más grande auditorio de la ciudad en el que todo era inmenso: el escenario, la platea?y los nervios. De aquellos momentos previos recuerdo dos sensaciones contradictorias. Por una parte el pánico a salir al escenario, y por otra unas ganas enormes de lucir el trabajo hecho y comerme al público, como nos decían para animarnos. Ganó la segunda.

Salimos y nos comimos las obras, una misa de Mozart y la Fantasía Coral de Beethoven, al público, y a todo lo que se puso por delante. Los nervios previos se transformaron en seguridad, ésta en euforia y la euforia en apoteosis. Llegó un momento, al final del concierto, en que perdí el contacto con la realidad, no pisaba el suelo, no era humano. Me había convertido, todos los del escenario nos habíamos convertido en pura energía luminosa y sonora, en seres superiores perfectos, armónicos, intemporales, que nos dirigíamos a los mortales de la platea desde otro plano existencial para transmitirles nuestra belleza sublime, nuestro éxtasis.

Aún hoy, cuando miro a través de la ventana, de lo más profundo de mi acorchado cerebro surge el recuerdo de aquella experiencia mística, y el reflejo del cristal me devuelve la cara difuminada de un chaval exultante, plenamente feliz, eterno. 

 

Guiovanni dal Ponte "Las siete artes liberales" 1435. Museo del Prado

Leer comentarios
  1. >SALAMANCArtv AL DÍA - Noticias de Salamanca
  2. >Opinión
  3. >Recuerdo especial