OPINIóN
Actualizado 30/05/2014
Marta Ferreira

Sábado 24 de mayo de 2014 y amanecí con la ilusión sembrada en el alma y un buen humor compartido por toda la familia. Estábamos contentos, activos, preparando la que iba a ser la noche de nuestras vidas. Repartimos funciones, como en los buenos equipos, que se coordinan y complementan para alcanzar el fin perseguido, así que papá se encargó de unos recados, mamá de otros, algunos recayeron sobre mí, y el bueno de mi hermano Ángel, desde Miranda, dirigía,  cual Cholo,  el equipo,  para que nada fallara, para que todo estuviese perfecto en esa noche en la que todo era posible y la quimera se transformaba en realidad.

Tengo la impresión de que jamás olvidaré las sensaciones y emociones que a todos nosotros,  los colchoneros, nos acompañaron ese día. Ya no se trataba solo del partido, de la posible victoria, de ganar lo que cuarenta años después  era casi  justicia?era la certeza de lo que estábamos viviendo y sintiendo, de esa alegría que desde que amanecí me acompañó, de esa porra familiar que por costumbre hacemos en las citas de recuerdo?era sentirnos otra vez en el lugar que nos pertenece, en ese espacio robado al tiempo en que se nos regalaba a la familia rojiblanca una fantasía.

Llegó la hora y comenzaron los nervios,  ¡y qué nervios!  Costaba estarse quietos, era un cosquilleo en el estómago, un no saber ya qué parte de ti es ilusión y cuál es miedo, eran sensaciones difícilmente describibles? y llegó el gol y éramos campeones y lo fuimos hasta el minuto noventa y tres y en ese instante, en aquel fatídico momento de incredulidad absoluta, comenzó la caída, ¡y qué caída!, cuando segundos antes parecía casi imposible que de nuevo la mala suerte jugase en nuestra contra. No me lo creía sinceramente, no podía creerlo, aquello no estaba pasando, ¿cómo íbamos a perder lo que ya era nuestro? La prórroga supuso una lenta agonía que se tornó eterna para los que atónitos, ante la situación, percibíamos el ocaso del sueño. 

Al día de ilusiones y alegrías sin fin le acompañó una noche de melancolía y tristeza, de rabia y desconsuelo, de recuerdo para nuestro Zapatones de Horteleza (me habría encantado que se llevase la alegría porque ese día era uno más en el once del Atleti), de pensar si tendríamos que volver a esperar otros cuarenta años para soñar?comprendí  lo duras que son las caídas cuando se ha subido tan alto?y me fui a la cama, tardé en conciliar el sueño, me costaba dormir.

Me levanté y fui a buscar mi móvil, en el que siempre hay una canción que me acompaña a todas partes y la puse: es el himno del centenario del Atleti que compuso Sabina, y la escuché, ni sé las veces porque me dormí con ella. Al amanecer descubrí descargado el móvil y lo enchufé mientras preparaba zumo de naranja?y me senté a desayunar, con mi zumo y mi himno de melodía de fondo y recordé cuántas veces en mi soledad barcelonesa,  y ante las decepciones y fracasos,  paseé las calles de la Ciudad Condal sintiéndome más fuerte y con más energía a medida que lo escuchaba,  y recobré la fuerza y la ilusión perdida horas antes porque soy atlética y nosotros no perdemos, jamás somos derrotados porque cuando no conseguimos un objetivo nos levantamos a la mañana siguiente y volvemos a creer que todo es posible porque lo es, porque los sueños y el Atlético son uno.

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