Rodrigo Mendoza de Sena había nacido para ser cardenal, embajador o presidente del tribunal supremo. No pudo ser, jugó fuerte y perdió, eso fue todo. Cuando se es joven, con toda la vida por delante y una familia poderosa por detrás, no se suele valorar el riesgo en su justa medida. Protegido por el dinero de mamá y las influencias de papá, se dedicó a disfrutar felizmente de su existencia, apurando los días a grandes sorbos, sin límite, cortapisa ni valladar, hasta que uno de esos sorbos se le atragantó.
Una nochebuena, su último recién estrenado cochazo de infinitos caballos se desbocó, llevándose por delante un autobús urbano que volvía de vacío. El conductor del autobús muerto, el señorito Rodrigo en el hospital, y el desenlace judicial de condena y cárcel, fueron demasiado para su poderosa y harta familia, que decidió dar por finalizada la relación con aquel garbanzo negro. Se sintió terriblemente confuso al comprobar que los actos tienen consecuencias, y que ninguno de sus importantes familiares movía un solo dedo para librarle, ni siquiera, de una mínima parte del castigo.
En el trullo se tropezó con personajes que no conocía, exceptuando a su antiguo camello, y no le quedó más remedio que aprender a vivir la realidad de los de abajo, es decir, a sobrevivir. El rutinario paso del tiempo solo era interrumpido por la postal casera que recibía cada navidad, de esas que se hacen en el ordenador, con arbolito y familia del difunto incluida. No hubiera pasado de ser más que un vengativo recordatorio de su desdicha sino fuera porque la foto incluía al difunto, el cual, indemne al paso del tiempo, permanecía sonriente y joven, milagros de la tecnología, en tanto que el resto de la familia, como el propio reo, acusaban el destructivo devenir de los años.
Fuera porque el brillo de las bolas del arbolito de la postal tocó su vena sensible, o porque el chaval, muy en el fondo, era buena persona, el caso es que, a fuerza de enfrentarse con la sonriente cara del muerto, acabó asumiendo la responsabilidad y la culpa sin lamentos, aceptando su destino con un toque de elegancia y mucha, mucha dignidad.
Y al salir de la cárcel, con el firme propósito de devolverle al cosmos el equilibrio que su chulería había roto, Rodrigo Mendoza de Sena, que había nacido para?, se convirtió en conductor de autobús, el mejor y más querido conductor de autobús que aquella ciudad nunca tuvo.