Los medios de comunicación no cesan de informar sobre diferentes estudios acerca de la calidad de las universidades que permiten hacer una clasificación de las mismas de acuerdo con distintos criterios. Prácticamente no hay mes en que dejen de hacerse eco de un nuevo ranking que intente reflejar el estado de la cuestión poniendo en liza universidades muy variopintas de los cinco continentes. Una tendencia a evaluar ámbitos y patrones muy ligados principalmente al mercado con la intención loable de ofrecer información objetiva al consumidor se enseñorea ahora de los templos del saber.
No es únicamente porque la educación se haya convertido en un objeto de consumo con efectos no solo sobre la reputación de los egresados sino por sus posibilidades de conseguir mejores empleos con mayores salarios. También lo es porque la complejidad de toda institución de enseñanza superior requiere de mecanismos que ayuden de una manera más o menos eficaz a desenmarañar su quehacer para validarlo separando el grano de la paja. Se trata de una demanda de quienes financian la Universidad, sea el contribuyente o los propios estudiantes, y también de la propia sociedad que tiene derecho a saber la fiabilidad de la investigación que se lleva a cabo en los campus, así como que lo que se enseña tiene rigor científico y calidad mínima.
Los resultados para las universidades españolas de cualquiera de los distintos índices al uso son indefectiblemente penosos. No quiero asumir el papel de oráculo del desasosiego clamando por un escenario que parece no importar a nadie, además, y quizá por el hecho de ser alguien de dentro de la institución, mi condición de juez y parte podría generar suspicacias. Pero es triste que este país, que ha podido cosechar éxitos relativos en otras facetas de su vida pública en el último tercio de siglo, parezca obstinarse en la abulia y la incompetencia absoluta en un terreno que es fundamental para su futuro.