OPINIóN
Actualizado 16/05/2014
Luis Miguel Santos Unamuno

   La realidad una vez más, si bien en esta ocasión casi parece más la ficción, se ha encargado de ponernos ante los ojos la muerte, la muerte inesperada. Este carácter inopinado es el que nos sacude como un terremoto pues bien sabemos sin querer saber -de igual modo que los niños a cierta edad ya saben sin querer saber que los Reyes Magos son los padres- que todos nacemos con una enfermedad incurable. Esperamos, sin embargo, que se cumpla nuestro final lo más tarde posible y la irrupción del azar nos deja inermes ante esas muertes que no tocaban en este momento. Siempre hay muchas, anónimas, bien lo sé. Pero en las últimas semanas, días, los periódicos se han llenado de imágenes de padres llorando y de noticias de policías investigando. Hay que aceptar de nuevo la máxima  de Aguirre (¿fue ella, no?): Todos somos iguales ante la ley -la muerte en este caso- pero no todos somos iguales ante los medios de comunicación. La muerte de una psicóloga a manos de una paciente, la de cinco jóvenes deportistas que volvían a casa tras un partido, la de una política con cierto renombre que ocupaba un puesto de responsabilidad han desencadenado nuestros mecanismos de extrañeza, nuestra sensación de pequeñez, nuestro miedo incluso, nuestras preguntas hacia las alturas. Nos cuesta mucho aceptar esta especie de vida o muerte por KO como en el boxeo, no por puntos o por merecimientos. Tildamos a algunas muertes de injustas. Es un calificativo sencillamente desatinado.

   La muerte esperada parece menos muerte. Busco a toda prisa el memorable, inigualable comienzo de Memorias de Adriano, dos párrafos en un castellano cadencioso y elegante que nos regala Julio Cortázar, traductor:

Decir que mis días están contados no tiene sentido; así fue siempre; así es para todos. Pero la incertidumbre del lugar, de la hora y del modo, que nos impide distinguir con claridad ese fin hacia el cual avanzamos sin tregua, disminuye para mí a medida que la enfermedad mortal progresa. [?] Ya no corro el riesgo de caer en las fronteras, golpeado por un hacha caledonia o atravesado por una flecha parta; las tempestades no supieron aprovechar las ocasiones que se les ofrecían, y el hechicero que me predijo que no moriría ahogado parece haber tenido razón.

   Se nota en sus palabras una paz que todos quisiéramos poder sentir en su día. Pero no basta.

   Dicen la mayoría de mis alumnos (y sus padres, y creo que también lo piensan muchos políticos y políticas) que no sirve para nada la Filosofía, ni las Humanidades. Pues lo que daría yo ahora por encontrar un consuelo, una explicación, un alivio, una esperanza de futuro en las palabras de algún pensador (excluido quizá Cioran) que haya aplicado su razón a encontrar las preguntas para así luego ofrecernos las respuestas. Claro que no me serviría un San Agustín seguramente, pues los creyentes juegan con ventaja y los sacerdotes en las exequias suelen decir que hemos de alegrarnos de que los difuntos estén ya al lado de Dios. Aunque a ellos también les cuesta aceptar la inexorabilidad de esas leyes de la física, de la biología, que Dios determinó cuando puso el mundo a rodar y que, luego, tiene sus consecuencias. Pero tampoco basta.

   En estos momentos no sirven las aplicaciones (esas apps pretendidamente mágicas, casi omnipotentes) más de moda para el móvil. Tener respuesta para todo. ¿Qué trabajo, habilidad o programa de ordenador de esos que sí sirven para algo podría equipararse a esa capacidad que sólo los grandes pensadores tienen? Encontrar un alivio a estas muertes. Aprender a sobrellevar el miedo. Y para encontrar las palabras de Sócrates o Russell no sirven los buscadores más potentes de internet. Tienes que tener un pequeño archivo hecho de lecturas, recortes, hallazgos ocurridos por azar. Una tarea de años para quien la quiera enfrentar.

   Estas últimas muertes son para la mayoría de nosotros de personas lejanas, lo sé, y nuestra vida sigue sin alterarse demasiado en función del grado de empatía que cada uno seamos capaces de sentir por esos accidentados mineros turcos, por esos futbolistas extremeños, por los viajeros del avión asiático volatilizado en el Índico, por la diputada del PP. De momento y ya que no soy tan versado en Filosofía tengo que tirar de archivo poético, más fácil de localizar en mi casa. Me ayuda Szymborska, la poetisa polaca, premio Nobel en 1996, ya lamentablemente fallecida. (Ayer llegaba la noticia del suicidio de un pequeño de 8 años en Polonia). Ella habla de todo, siempre con lucidez, siempre con ternura. También escribe de la vida, claro, o de la muerte, que es lo mismo. Esa muerte que, decía, no sabe encajar una broma:

 

"De acuerdo, tiene éxitos,

pero ¡cuántos fracasos,

cuántos golpes fallidos

e intentonas estériles!

 

La muerte

siempre llega con ese instante de retraso

 

Lo ya vivido

no se lo puede llevar."

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