OPINIóN
Actualizado 10/05/2014
Ángel González Quesada

Sólo porque un fallo en el suministro de veneno letal a un condenado a muerte ha destapado el sensacionalismo y el morbo de la semifallida ejecución, los medios de comunicación han vuelto a ocuparse durante un par de días de esa aberración del género humano que es la pena de muerte. Sólo porque hace unos días en Oklahoma la inyección no hizo el efecto esperado y el reo se aferró durante horas con indescriptible sufrimiento a una vida que según innobles leyes no le correspondía, se ha vuelto a hablar de una realidad, la pena de muerte, que a todos debería avergonzarnos, que nadie con un mínimo de vergüenza, de honor o de dignidad debería tolerar, apoyar o ignorar.

La pena de muerte es el fracaso de la sociedad como colectividad hecha para el bien común y el fracaso personal de todos y cada uno de los individuos que la formamos, porque justificar, o siquiera contemplar o imaginar la posibilidad de matar a un ser humano como fundamento de justicia, significa la negación de todo aquello que nos diferencia de las bestias, un inmenso bofetón a la misma Justicia, significa la mezquina institucionalización de la venganza, la inmersión en los oscuros territorios del desprecio a nosotros mismos y también compartir aquello que decimos rechazar: el crimen, la maldad, la inhumanidad.

El enorme número de inocentes ejecutados no es, ni mucho menos, el principal argumento para oponerse frontalmente a la existencia de esa sentencia brutal y absurda que es la pena de muerte. La principal razón para su eliminación y el primer motivo para la lucha por su erradicación total en todo el mundo debería ser sólo un espejo, un espejo que reflejase la conciencia individual de la dignidad humana, nuestra propia e intransferible conciencia, que es la que nos mantiene erguidos, la que nos permite amar y comprender, la que nos une en la ternura y la amistad, la que nos deja mirar de frente y, sobre todo,  la que nos diferencia de los peores de nuestro género capaces de atrocidades y sevicias, la que nos distingue de los criminales, nos separa de los violadores y nos diferencia de los malvados; la dignidad que, pisoteada, escupida y despreciada al aceptar o tolerar la pena de muerte, dejará de hacernos merecedores y herederos de las altas cotas de pensamiento que nos han legado los mejores de nuestros semejantes, que a lo largo de la Historia no han sembrado nuestro devenir de genio, talento, clarividencia y ejemplo para verlos disueltos en una guillotina, una horca o una inyección letal.

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