Llueve con tenaz paciencia, sin visos de parar, como si de una u otra manera siempre hubiese llovido. En medio del martilleo incesante de las gotas una voz se alza tímidamente para proclamar que esta lluvia es nueva, que no se parece a la de antes, para asegurar que es peor, que cae con saña, como con intención de hacer daño.
Cuesta apreciar la diferencia, antes y ahora el resultado es parecido.
Indolente, obstinada, benefactora? la lluvia convierte el polvo del camino en barro que se pega a los zapatos, los vuelve pesados, ralentizando los pasos que ya no son pasos sino arrastre. Y ese arrastre obliga a caminar encorvado para proteger la cara, a entrecerrar los ojos reduciendo al mínimo el campo de visión equivocando la senda y no advirtiendo los atajos, a avanzar despacio, caladas la ropa y el alma. Con semejante lastre la noche se echa encima antes de cubrir la etapa prevista, sin un lugar donde guarecerse, sin ayuda para recuperar fuerzas, y el día siguiente comienza con el cansancio arrastrado como compañero de viaje. La distancia con los que van por delante se hace más y más grande porque aquellos tuvieron más suerte, prepararon mejor el viaje, recibieron ayuda o contaron con mejores medios. Al final se les acaba perdiendo de vista hasta llegar a olvidar que comenzaron juntos la travesía.
¿Acaso importa si la lluvia es fina, gruesa, paciente o agresiva? Al final siempre se mojan los mismos, los que van andando.
"El viático" Modesto Urgel e Inglada. s. XIX Museo del Prado