Desde que me jubilé, decir abiertamente lo que pienso ha perdido para mí la condición de deporte de riesgo. En los ámbitos profesionales y académicos donde me he desenvuelto, ser independiente de partidos, clanes e ideologías me acarreó bastantes disgustos. Los mandamases y, sobre todo sus secuaces, llevan muy mal que alguien se les resista desde terreno neutral. Porque no me refiero a las consecuencias de la refriega entre posturas políticas sino a que los militantes de derechas e izquierdas, de arriba y abajo, del norte y del sur, se zarandean y sacuden con ganas, pero saben que el hoy por ti mañana por mí funciona como un reloj. En cambio, para gente como yo la alternancia significa que hoy te zurran unos, mañana otros, y pasado quizá todos a la vez.
Pero dejaré a un lado lo que he padecido personalmente en forma de censura y coacciones, pérdidas retributivas, postergaciones laborales o profesionales, y me referiré hoy a una forma de castigo que he sufrido como ciudadano por el mero hecho de no pertenecer a una casta política que actúa para hacernos la puñeta. Hablo del perjuicio que el rebaño de lugareños "anti" (paniaguados y tontos útiles que secundan cualquier campaña de oposición por las migajas de sentirse progresistas), ocasiona al pueblo al que dicen redimir. Es decir, no sólo me han fastidiado aquellos a quienes me opuse intelectual o dialécticamente, sino también de forma indirecta los que han hecho de la protesta un tic, dirigido siempre contra los proyectos que no vengan de su cuerda.
Desde que resido en Salamanca he visto cómo, pancartas mediante, se agitaban consignas, eslóganes y hasta algaradas contra la construcción de un puente, un aparcamiento público, un centro comercial, un laboratorio de residuos nucleares, un centro de reciclado de residuos urbanos, un céntrico estacionamiento subterráneo, una central térmica y un embalse. Algunos de estos proyectos no han visto la luz, y los que sí sobrevivieron lo han hecho con retraso de años, como el puente de San José, el paseo fluvial y la reforma de la zona de la muralla.
Un extraño ardor guerrero empuja a unos cientos de ciudadanos a desgañitarse en defensa de la salud física o espiritual de la ciudadanía aunque no cuenten con el respaldo de las urnas ni puedan acreditar que el pueblo desee ser salvado. La energía nuclear es peligrosa porque lo dicen ellos, y punto. Los puentes y los hipermercados sólo benefician a los ricos, que son los únicos que los pisan. Los aparcamientos subterráneos dañan a los árboles y a un subsuelo cuya riqueza oculta nunca se podrá demostrar si no se horada. Concentrar y procesar industrialmente las basuras es más sucio que verterlas sin más. Los embalses terminan llenándose de agua. Las viviendas adosadas a los monumentos públicos son intocables aunque sean feas, ruinosas y, por tanto, inhabitables. No son muchos los que se movilizan con estímulos tan necios, pero sí los suficientes para hacer ruido en los medios de comunicación. Lo que supongo que no saben es que la mayoría de las campañas anti no son fruto del malestar espontáneo "del pueblo" sino estrategias de ciertos grupitos políticos que no podrían sobrevivir si no pescan en río revuelto.
El estacionamiento subterráneo de Comuneros es un nuevo ejemplo. Pueden encontrar datos reveladores echando un vistazo a la web http://www.unidadylucha.es: "Negativa obrera y popular al parking de Comuneros en Salamanca", se titula un artículo que afirma que "el Partido Comunista (PCPE) y Juventud Comunista (CJC) han mostrado su apoyo a las reivindicaciones vecinales y han acudido a todas las convocatorias".
A juzgar por el aspecto moderado y correcto de las cuatro decenas de vecinos y comerciantes que asisten a las asambleas contra el parking, los promotores de la movida van a necesitar abundantes refuerzos de la Juventud Comunista si pretenden convertir la zona de Comuneros en un nuevo Gamonal.