OPINIóN
Actualizado 05/05/2014
Francisco Iglesias

Se ha convertido en una noticia habitual, casi diaria, que más de un centenar de africanos entren en Melilla tras el peligroso salto de la valla que separa dos mundos, uno de los cuales se cree mejor, por lo que ha levantado una moderna muralla con afiladas púas para tratar de atemorizar a quienes sueñan con una vida mejor o simplemente tratan de escapar de un infierno, porque supongo que para dejar atrás todo, absolutamente todo, menos un sueño, y tratar de entrar desnudo, literalmente desnudo, a un mundo nuevo hay que creer firmemente que ese mundo es un paraíso o haber vivido en otro que es la peor de las pesadillas.

Siempre he pensado que el problema no es de ellos, de los que están al otro lado, ni nuestro, de los que vivimos en la parte acomodada de la valla, el problema es del ser humano, y no es nuevo.

El mundo está lleno de murallas, algunas con miles de años de antigüedad, y aún no se han encontrado soluciones que sean beneficiosas para los que están a los dos lados, o diría que quizás no se han buscado lo suficiente.

¿Somos ahora más civilizados que hace unos siglos porque no arrojamos aceite hirviendo a quienes tratan de invadir nuestras tierras?

Ahora, en el siglo XXI, permitimos la existencia de un valla con afiladas cuchillas que abre la piel de hombres y mujeres, pero que no acaban con sus sueños de vivir en un mundo mejor, ni mucho menos con el problema por el cual se levantaron los más de doce kilómetros de largo y  seis de alto de esta barrera entre humanos.

El sueño roto por la valla es el de tantos hombres y mujeres que se topan con ella y que no les deja pasar al paraíso soñado, y también el de tantos hombres y mujeres que vivimos a este lado acomodado y que sentimos la valla como una señal de involución de nuestra especie.

El mundo que sueño no tiene vallas, ni cuchillas, es un mundo donde podemos tocar la piel del otro y el otro puede tocar nuestra piel.

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