En los apuntes espirituales de Angelo Giuseppe Roncalli hay páginas como ésta, relativa a la virtud de la humildad: "Ámala, pues es hermosa ante Dios y ante los hombres. (?) Si haces algo bien, atribuye el honor a Dios: tu no sabes más que estropear su obra. Procura no hablar de ti, ni de tus cosas; y si otro lo hace, lleva hábilmente la conversación a otro tema. Si se olvidan de ti, si no tienen en cuenta lo que puedes haber hecho, si lo interpretan al revés, no te preocupes; deja decir y hacer, más aún, pide a Dios que te haga alegrarte de ello..."
Era un joven seminarista de Bérgamo que contaba con 17 años, cuando escribía estos pensamientos durante los ejercicios espirituales del año 1898. Pero si uno recuerda al Papa Juan XXIII, entenderá que aquel espíritu lo había de acompañar toda su vida.
Sacerdote, obispo, misiones diplomáticas en Turquía, en Bulgaria y en Francia, patriarca de Venecia. Y pastor de la Iglesia universal, en el otoño del año 1958. El 20 de enero de 1959, conversando con el Secretario de Estado sacó a relucir la palabra "Concilio". El día 25, en una sala adyacente a la Basílica de San Pablo daría la noticia. Él mismo escribirá en su último retiro: "El primer sorprendido de esta propuesta mía fui yo mismo, sin que nadie me hiciera indicación al respecto".
Pasan más de tres años y medio. Todo es curiosidad y esperanza en la Iglesia y en el mundo. Pero el Papa se recoge en silencio en la Torre de San Juan en el Vaticano.
Y allí escribe el lunes 10 de septiembre de 1962: "Aquí todo es preparación del alma del Papa para el Concilio: todo incluso la preparación del discurso de apertura que espera todo el mundo congregado en Roma". El mundo espera, pero Juan XXIII medita en silencio sobre las virtudes teologales y cardinales.
El 11 de octubre de 1962 se abre solemnemente el Concilio. En su discurso, el Papa Roncalli descalifica a los que él llama "profetas de calamidades". Y afirma que los hombres "cada día están más convencidos del máximo valor de la dignidad de la persona humana y de su perfeccionamiento y del compromiso que esto significa".
Ése era el espíritu con el que él esperaba aquel nuevo Pentecostés, como había dicho una y otra vez. En la tarde sorprendió a los miles de jóvenes que acudieron a la Plaza de San Pedro, invitándoles a mirar a la luna, a confiar en el Señor, a amar a la Iglesia y dar una caricia a los niños de parte del Papa.
Pero sólo podría asistir a la primera sesión del Concilio. El domingo 3 de junio de 1963 se celebraba la fiesta de Pentecostés. Todos nos sentimos huérfanos al saber que acababa de fallecer el Papa Juan XXIII. Nos dejaba una encíclica dedicada a la justicia y otra que era una declaración de paz y una defensa de los derechos humanos.
Fue un inmenso caudal de bondad y de ternura, de sencillez y de entrega. Y, sobre todo, de aquella humildad que alentaba sus reflexiones de seminarista. ¡Era un santo! La Iglesia nos lo propone como modelo y como intercesor. ¡Es un santo!
EL CAMINO DE EMAÚS
El discurso que el día de Pentecostés dirige Pedro a los judíos y habitantes de Jerusalén es un espléndido resumen de la catequesis cristiana de todos los tiempos. En él se di
stinguen claramente tres momentos sucesivos.
- En primer lugar, el Apóstol evoca el recuerdo de la misión y la obra de Jesús. No puede olvidar que Dios lo acreditó por medio de milagros, de signos y de prodigios que todos pudieron ver.
- Además, Pedro evoca a dos actores del drama de la Pascua. Por una parte, están sus oyentes, que llevaron a Jesús a una muerte de Cruz. Y por otra parte, está Dios, que lo resucitó de entre los muertos.
- Y, finalmente, Pedro asume el protagonismo que corresponde a los creyentes. De hecho, afirma que de esa resurrección del Mesías son testigos los discípulos que han recibido el Espíritu Santo.
EL DESALIENTO
También el evangelio que hoy se proclama es un bello resumen de la catequesis cristiana (Lc 24, 13-36). Ya había sido descubierto el sepulcro vacío. Ya las mujeres habían inquietado a la pequeña comunidad, al anunciar que no se encontraba el cuerpo de Jesús. Ya corrían los rumores? Pero ellos habían tomado ya su decisión de alejarse de Jerusalén.
Hoy muchos se parecen a Cleofás y al otro discípulo. Parecen haber perdido la fe. Están desalentados y no buscan más razones ni más pruebas. Simplemente se alejan? Pero los dos discípulos que caminan hacia Emaús son alcanzados por otro caminante. Un forastero que parece ignorar todo lo que ha ocurrido en Jerusalén.
Los peregrinos pronuncian una frase muy significativa: "Nosotros esperábamos que él fuera el futuro liberador de Israel". He ahí una de las claves del relato. El camino de Emaús es la confesión de una fe demasiado terrena y de una ilusión frustrada? Pero los discípulos todavía conservan la capacidad para escuchar y aceptar una corrección.
LA ESPERANZA
También hoy el peregrino acepta compartir con nosotros unos alimentos que apenas pueden calmar nuestra hambre. Pero entre sus manos, el pan adquiere el significado de la vida que Él nos ha dado con su palabra y que esperamos compartir con él para siempre. Y nosotros reflexionamos sobre nuestra experiencia de fe.
? En el camino de Emaús nos encontramos cuando huimos de la comunidad de los creyentes, pero también cuando regresamos a ella con la experiencia del encuentro con el Señor.
? En el camino de Emaús compartimos nuestra desilusión, pero también podemos recobrar la luz de la fe y la grandeza de la esperanza.
? En el camino de Emaús olvidamos la primera vocación, pero también podemos reconocer la voz del Señor que nos interpela desde las Escrituras santas.
El Papa Francisco nos dice en su exhortación La Alegría del Evangelio (n. 266): "No es lo mismo haber conocido a Jesús que no conocerlo; no es lo mismo caminar con él que caminar a tientas; no es lo mismo poder escucharlo que ignorar su Palabra; no es lo mismo poder contemplarlo, adorarlo, descansar en él que no poder hacerlo. No es lo mismo tratar de construir el mundo con su Evangelio que hacerlo solo con la propia razón".
- Señor Jesucristo, por medio de ti, nosotros creemos en Dios, que te resucitó y te glorificó. Gracias a ti, nuestra fe y nuestra esperanza están puestas en Dios. Ayúdanos a reconocerte vivo y presente entre nosotros y envíanos a anunciar tu resurrección a todos nuestros hermanos. Amén.