Pues sí, los tengo. No llego a ocho pero sí a cuatro y se los puedo recitar: Unamuno, Adarraga, Lizárraga, Diez. Y mi RH es negativo. ¡Hala!, que lo sepa todo el mundo. ¿Y?
Es verdad que esos cuatro apellidos están entreverados con los de mi padre, los otros cuatro salmantinos que puedo recordar: Santos, Gutiérrez, Martín, Junquera, de los que también me siento orgulloso. No sé si los niños siguen encontrando placer en memorizar la lista de apellidos que heredan de sus padres, casi siempre ocho. Nosotros lo hacíamos. Pero yo mismo no sé ir mucho más allá: ¿Jugo?, ¿Larraza?
Cuatro apellidos vascos. ¡Ahí queda eso! Y ese "eso", ¿en qué me convierte? ¿Cuando se presente la independencia de Euskadi me harán un huequecillo?, ¿me preguntarán sobre mis sentimientos identitarios y me concederán una condición especial de, digamos, asimilado?
Lo malo es que con ese caudal de raigambre que me habría abierto puertas en el País vasco no se me ocurrió otra cosa que irme a trabajar a las Baleares donde me hubiera venido bien haber sido un Cerdá, Nadal, Oliver o Colom. Pronto me hicieron saber que yo no era de allí. Fue mi primer choque con la onomástica después de que en el cole me llamaran enchufado cuando resonaba mi apellido al pasar lista. El cole, donde haces los primeros amigos, el Francisco de Vitoria, el Viruta, donde los niños bien que no íbamos a Maristas o Salesianos compartíamos aula y patio con los de los Piza, que alguno había, y donde era muy normal llamar a tus compañeros por el apellido.
No me siento reconocido en esos residuos medievales de tiempos en que la continuidad de los linajes aseguraba las posesiones intocables de familias. Sí defiendo, sin embargo, la herencia que nos dejó la Revolución francesa, liberados de sangres azules, de apellidos sonoros, y también digo sí a la Ilustración y al advenimiento de la sangre roja, de la igualdad para todos, con la conquista de la razón por encima de la tradición. Con el desentrañamiento del genoma de la mosca del vinagre, tan parecido al humano, con el descubrimiento de los antepasados comunes en Atapuerca, con la consolidación de la democracia parecería que dejaría de tener importancia esa pureza de sangre que se encierra detrás del recitado orgulloso de una retahíla de apellidos autóctonos. La pureza de sangre que tantas enfermedades endógenas acarrea. Basta con explorar el árbol genealógico de las y los modelos publicitarios que con sus rasgos heredados de mil sangres nos seducen en las fotografías de moda, espléndidos en su mestizaje. La mezcla de herencias, la libertad para enamorarse de alguien de otro color, de que no te pregunten ¿tú de quién eres? de que no te aparten con un ¿tú de dónde eres?. Mejor olvidar tanto las razas arias como la obligación de pureza de los circuncidados. Libertad, y no apellidos. Todos los seres humanos iguales, todos parias, obligados a demostrar nuestra valía cada día porque no nos la otorga la cuna.
Los avances en reproducción asistida y sobre todo, la proliferación de las adopciones desafían aún más esos sentimientos de continuidad sanguínea. Ahora una pareja de españoles puede pasear junto a dos pequeñuelos de raza negra a todas luces nutridos con otras sangres pero que portan los ocho apellidos de sus padres. Padres que han querido buscar la felicidad haciendo a su vez felices a unos mozalbetes nacidos en otros lares (hogares, casas) y cuya sangre desconocida les importa un comino.
Seguramente seré de los pocos que no vaya a ver esa película que bate récords y cuyo título parafraseo. Y eso que me he reído mucho con lo que he alcanzado a pirat?, digo atisbar, en internet. Quizá es porque pasaba miedo cuando la policía franquista me escrutaba detenidamente tras toparse con mi segundo apellido al pedirme el DNI y también cuando he tomado chiquitos en San Sebastián rodeado de chicarrones vascos comentando la actualidad política, por decirlo así. O porque no deja de resonar en mis oídos la cita, probablemente inventada, tal vez exagerada, que escuché en mi adolescencia: El humor es siempre de derechas.