El peregrino se desprendió de la capa parda que le protegía del polvo del camino dejando a la vista el inmaculado hábito de los dominicos. Su sola presencia intimidaba a los descreídos, a los tibios, a los moralmente laxos. Había venido a Salamanca, desde muy lejos, atraído por su universal universidad, aunque no sin cierta prevención por su también universal fama de cuidad de pecado y desorden.
Se sorprendió de que, a pesar de ser un lunes no feriado y habiendo terminado las privaciones de la semana de pasión, las calles estuvieran prácticamente desiertas. Apenas unas pocas personas, en actitud festiva, se apresuraban en dirección a la catedral atraídas por el alegre redoble de las campanas, anuncio de grandes celebraciones. Pospuso para más tarde su presentación en el convento de San Esteban dispuesto a descifrar el primer enigma que la cuidad le planteaba.
Dando por hecho que la catedral sería el foco del evento, sorteó los andamios y el material de la gran obra que crecía junto a la iglesia mayor hasta conseguir entrar en la pequeña catedral. Era pequeña, sí, pero hermosa y elegante, ¡y vacía! Tan solo unas cuantas ancianas simulaban rezar el rosario mientras cuchicheaban entre ellas con total impunidad.
Tras un breve rezo salió a la calle, y siguió cuesta abajo en dirección al río, atraído por la creciente algarabía que subía desde sus orillas. Ante sus ojos se presentó la magnífica vega del Tormes invadida por estudiantes, doctores, familias, criados, hidalgos, gente de armas y de religión, unidos en animada bienvenida hacia unas mujeres que llegaban en barca desde la otra orilla acompañadas por un sacerdote.
"Ya vienen las putas" oyó gritar. Su curiosidad fue superior a su prudencia, y buscando respuestas topó con un ciego y su lazarillo, quién, a cambio de unas monedas, se avino a relatarle la escena.
Con parsimoniosa declamación de rapsoda, el ciego le informó de cómo las mujeres de la barca eran las putas de la mancebía con licencia Real, de cómo regresaban a la ciudad tras la Cuaresma y la Pascua para confesarse y comulgar en la catedral, antes de dirigirse a la mancebía a continuar con su oficio. De cómo cruzaban en barca porque el puente se petaba de gente, resultando imposible la circulación. De cómo el cura que las acompañaba, por mal nombre padre putas, era su confesor, guardián y protector en la mancebía, donde también disponían de médico y un detallado horario de trabajo y de descansos. De cómo la población salía gozosa a recibirlas porque con ellas volvía la primavera, la nueva vida que nos era dada por la resurrección de Nuestro Señor Jesucristo. Amén.
El relato escandalizó de tal manera al fraile que se revolvió sobre sí mismo dispuesto a denunciar tan aberrante suceso ante el obispo, ante el rey, ante el Papa si hiciera falta. Su furibunda reacción fue interrumpida por el empujón de un grupo de arrebatados estudiantes que alfombraban el suelo con sus capas al paso de las mujeres.
La barahúnda terminó de pasar y la multitud se dispersó por el soto aprovechando el recibimiento para quedarse a almorzar en la ribera del Tormes. Entre el gentío distinguió a dos hermanos de su orden y se fue derecho hacia ellos buscando apoyo para salvar a aquella ciudad condenada. Los dos frailes encaminaron al extranjero hacia el convento. Escucharon pacientemente sus alegaciones y fueron quitando hierro al asunto sin quitarle la razón del todo, sabían que las prevenciones del peregrino terminarían en cuanto probara los típicos panes horneados rellenos de matanza que el hermano cocinero tenía preparados para la ocasión.