OPINIóN
Actualizado 30/04/2014
Manuel Alcántara

La fantasía del hombre invisible ha iluminado la ficción desde tiempo inmemorial y ha alimentado tanto los sueños de la niñez como la quimérica avidez de ciertos servicios especiales de estados en mayor o menor medida totalitarios. Se trata de escenarios en los que la intromisión en la vida del otro sin su conocimiento y contra su voluntad conjugan una propuesta excitante. Hacerse invisible, por otra parte, ha supuesto una propuesta de vida en la que el sujeto de manera voluntaria quiere permanecer oculto a los ojos del otro. Uno actúa así a veces en aras de reservar su intimidad por motivos muy diferentes que van desde la timidez a la autoprotección.

En Guatemala, como en muchos otros países, la invisibilidad tiene un componente muy especial que se aleja tanto del sueño de las fantasías infantiles como de las estrategias al uso preservadoras de la intimidad. Sucede que millones de personas son invisibles ante otras tantas y lo son mediante el proceso histórico siniestro del ninguneo al indígena. Ya sé que la segregación en otras sociedades también está presente en ese caso por motivos económicos, pero la configurada en base al color de la piel y a la identidad cultural tiene un componente más siniestro.

Ser invisible cuando tu piel, tu habla, tu vestimenta, tus costumbres te identifican como un grupo mayoritario es, además, una suerte de ejercicio de malabarismo socio cultural que me impresiona profundamente. Un juego de espejos donde la hipocresía reluce por doquier y la igualdad ante la ley no es sino un mero artificio. Tener la capacidad de ignorar a quien pasa a tu vera, ningunear aspiraciones, encubrir decisiones políticas amparadas por la afirmación de que "son diferentes", es la perversión de la convivencia donde el otro se desintegra como por encantamiento, una actitud aviesa a la que quizá yo mismo, con el tiempo, terminara acostumbrándome.

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