Las piedras de la Clerecía y las de otro centenar de abigarrados monumentos de esta ciudad, me parecen más importantes que el enorme nido de cigüeñas acostado en lo alto de este singular edificio religioso. Que me perdonen los ecologistas y los amantes de los animales, pero hace tiempo que emprendí una campaña en solitario contra las aves, a las que tanto me gusta contemplar en el limpio cielo, en la rivera de los ríos y posadas en apacibilidad en las copas de los árboles; una campaña delicada, sin fuerza y sin dolor tratando de, con calma, despacio y suavemente, erradicarlas de los entornos monumentales. Los daños que provocan pueden ser irreparables.
En la mañana del domingo me tropecé con un grupo de turistas, admirados por la belleza de esta Salamanca de milenarias piedras. Me preguntaban por el camino hacia una calle cualquiera -¿para cuándo la cartelería que les trace la ruta sin dificultades?- ellos querían saber y allá me fui yo, a recorrer un trecho, a descubrirles lugares escondidos, señalarles el alfeizar de una ventana, la puerta tras una reja, una escalera. Querían saber, sí, pero me decían, qué pena los solares vacíos, las casas amenazantes y desvencijadas, el verdín, nuestra inigualable y dorada piedra que se deshace, la tapia pintarrajeada, la acción del tiempo y de las aves en las figuras, en la labra y en las cresterías? Pero qué bonita es Salamanca, volveremos.
Y regresé tranquilo, satisfecho, mirando a las alturas, a las plazas y rincones con mayor gusto. Y también preocupado, porque el 'pero' de estos matrimonios de Sevilla me dio que pensar; no todo es bueno, no todo es hermoso, nos queda mucho por hacer; nos falta mimo, cariño y, en último extremo, la responsabilidad y la obligación que todos los salmantinos hemos de asumir para borrar 'los peros' en boca de los turistas. Y nos falta, no tenemos el cuidado debido a una ciudad que forma parte del Patrimonio de la Humanidad porque así lo quisieron sus hombres, los artistas de medio mundo y sus obras a lo largo de los siglos.