No busquéis explicaciones a la irracional conducta humana cuando el estómago vacío ocupa el espacio de la mente decretando comportamientos suicidas en las personas, porque el hambre no razona, ni tiene miedo a perder aquello de lo que carece, sometido a la desesperación de la hambruna.
La necesidad vital de comer disloca la lógica dominante en los acomodados, conculca las leyes dictadas por los satisfechos, agita las conciencias solidarias, conmociona los cimientos de la justicia, hace temblar el Evangelio, olvida los mandamientos sagrados y convierte la vida en una aventura de supervivencia.
Desconoce el hambre las fronteras y se desplaza como una nube de dolor itinerante sobre territorios apátridas, hasta dejar caer torrencialmente sus lágrimas sobre la tierra prometida, aunque los portadores del hambre ignoren la esterilidad de ese territorio, provocada por ambición de los insaciables.
La caprichosa costumbre de comer cuando el apetito llama a la puerta de los privilegiados, se torna en milagro de subsistencia cuando el hambre encuentra naranjas enmohecidas en los contenedores o mendrugos de pan por las aceras, para engañar con promesas de futuro que no llegarán nunca.
Tiene el hambre triste la mirada del sur, el esqueleto al descubierto silueteando la piel, las moscas en los párpados nutriéndose de legañas y los buitres esperando en la sala de espera de la inanición, mientras el norte discute sobre la calidad del chocolate y alimenta con godivas la indiferencia de las estadísticas exterminadoras, sin pensar en los 842 millones de personas que pasan hambre en el mundo, devoradas por la hambruna.
Debemos recordar, antes de condenar, que el hambre es una motivación primaria que condiciona nuestra conducta ante la carencia de alimento, haciéndonos vivir solo para él cuando falta, como expresó Mahatma Gandhi diciendo simplemente que «ni siquiera Dios puede hablar a un hombre hambriento, si no es en términos de pan».