OPINIóN
Actualizado 20/04/2014
Santi Riesco

Después de unos días santos de playa, baile y cashondeíto místico-procesional se le queda a uno el cuerpo para pocas pasiones. Dice mi padre, sabio en su jubilación, que en Madrid vivimos almacenados. Y claro, él se ha hecho su casita en el campo y que ahí nos las den todas. No le falta razón al abuelo de mis hijas.

Ayer las procesiones eran en coche. Horas y horas, kilómetros y kilómetros de automóviles siguiendo el ritmo del claxon en lugar del de tambores y cornetas. El humo de velas, cirios e incensarios se trocó en dióxido de carbono que envenena el aire, se clava en los pulmones y va tiznando morenetas por doquier. Un auténtico calvario. Y sin mantones, sin peinetas, sin silencios rotos por saetas. Sólo la radio cantando goles sobre el asfalto entre cientos de penitentes conductores involuntarios y reincidentes. Cofrades del ralentí y la paciencia. Devotos de la masificación y las largas colas que esperan el momento de poder meter la segunda y la tercera, de que la aguja supere los diez por hora.

Hoy andamos en Madrid encajándonos de nuevo. La pregunta es común en todas las latitudes de la geografía: "¿Qué tal las vacaciones?" Y la respuesta varía de Benidorm al pueblo pasando por las consabidas quejas sobre la cantidad de gente que había en todas partes, a todas horas. El agobio, el mogollón, la masa con la que yo, por supuesto, no tengo nada que ver. En fin, nada nuevo bajo el sol.

Menos mal que mi padre, jubilado de los de antes, de los que han alcanzado un estado iluminado de sabiduría que desconocen y regalan a los que tenemos la suerte de estar cerca, me devuelve a lo auténtico, a la raíz, a la esencia de la Semana Santa: "¡Feliz Pascua de Resurrección, hijo!" Igualmente para todos.

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