OPINIóN
Actualizado 17/04/2014
Toño Blázquez

Cuando yo era niño la procesión que más me gustaba era la del  Viernes Santo. Era la procesión de las procesiones. Y me gustaba mucho porque abría el cortejo de la simbología e imaginería cristiana tres guardias civiles  con tres caballos que para qué te voy a contar. Aquellos tipos  parecían los tres jinetes del apocalipsis a mis ojos. Me fascinaba del todo aquella imagen. Sería un poco lo que Mario Bross a mi chaval ahora. Como ven, las percepciones de la vida cambian ostensiblemente con las épocas. Aquellos alazanes suntuosos, enjaezados a la manera de cuando iban a las Cruzadas, tipo Babieca? rompiendo plaza por las calles de Salamanca. En fin, aquella imagen, se me quedó siendo chaval y no se fue ya, como tampoco se fue la de los pirulís que compraba en el kisosko de la calle la Rúa. Era el caramelillo de Semana Santa, no volvía a aparecer en nuestras vidas hasta el año siguiente cuando llegaba marzo porque el chicle Bazoka ese sí, redondito él, era de consumo periódico anual. No sé por qué también me acuerdo de las meriendas de Semana Santa. El chocolate Coca? mi familia era humilde, trabajadora. En aquella época era el chocolate más apañao. Tenía un amigo con más posibles y ese comía La Campana, de Elgorriaga. Era un chocolate más fino, el envoltorio más brillante. Yo le veía y pensaba: ¡joder, qué bueno debe estar ése!.

 Yo lo que quería era hacerme capuchón o en su defecto, tocar el tamboríl (así lo llamábamos entonces, luego supe que su nombre era caja) y pegarle aquel redoble que sonaba solitario como un sol dentro de la Banda. Al final lo dejé porque el tío de la cofradía con el que hablé para apuntarme tenía muy mal semblante y un bigote asustante. Total que se me quitaron las ganas. Luego quitaron los caballos de los polis y la Semana Santa para mí ?qué quieren que les diga- perdió furor.

 Lo recuperé más tarde pero esa ya es otra historia.

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