OPINIóN
Actualizado 10/04/2014
Rosa García

La memoria colectiva relaciona los lugares con vida propia, es decir, los espacios teóricamente inanimados pero que tienen capacidad de acción y reacción, con mansiones encantadas, cementerios lúgubres, o infectos pantanos.  Pues no hace falta ir tan lejos, un masificado camping de una turística ciudad en pleno mes de agosto también es capaz de vengarse de aquellos que no le aprecian.

Una pareja decidió pasar sus vacaciones de camping. A ella le movía un romántico hipismo trasnochado, un ansia de contacto directo con la naturaleza, de dormir bajo un cielo de estrellas. A él le movía ella.

La motivación del chico resultaba, pues, poco convincente, y así lo fue dejando claro desde el mismo momento en que puso el pie en el camping: Que si el polvo, que si está masificado, que si no hay sombras, que si el ruido, que porqué no vamos al Parador que está aquí al lado? Al final consiguieron una parcela relativamente amplia, bajo la sombra de unos frondosos árboles y prácticamente plana.

Visto que sus quejas no colaban, el chico agarró las piquetas y la maza y se dispuso a plantar la tienda en un ratín de nada. En aquellos años esas tiendas que las tiras al aire y se montan solas eran ciencia ficción. Había que clavar el perímetro de la tienda a dos niveles, y después, una vez elevada, se clavaba la cubierta y los vientos. Vamos, una porrada de piquetas que meter.

Las primeras entraron muy fácil, las tres o cuatro siguientes costaron algo más pero al final entraron, hasta que de repente una se negó a entrar. Daba igual que el chico se estuviera desollando las manos, que acompañara sus golpes de maldiciones contra dormir en el suelo y las hormigas en la tortilla, o que renovara sus amenazas de marcharse al Parador, la piqueta se acabó doblando. Esa, y la siguiente, y las de después.

La chica, incapaz de hacer razonar a su compañero, se fue a lavar la ropa, no tenía nada que lavar porque era su primer día, pero se fue a lavar la ropa. Cuando volvió se encontró una tienda montada con cierto aire bailón, le faltaban la mitad de las piquetas. Afortunadamente el pronóstico del tiempo era de calma chicha para los próximos días.

El resto del día y de la noche fueron un rosario de protestas, que tenuemente amainaron al día siguiente cuando el campista vio que aquello había aguantado. Aún así aseguró no querer volver a saber nada de tiendas de campaña.

Para rematar la faena se fueron a la piscina del complejo. La pareja dejó sus cutre-chanclas de goma en un esquinita, al lado de un grupo que tomaba el sol, y se metió en el agua. Al salir solo estaban las chanclas de la chica. Parecía absurdo, si bien ambos pares de chanclas entraban en la categoría de cutres, las del chico, que eran aún más feas y viejas, habían desaparecido, y los que estaban tumbados al lado juraron que nadie se había acercado.

Estaba claro, al chico no le gustaba el camping, pero es que al camping tampoco le gustaba el chico, y se lo hizo saber. 

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