OPINIóN
Actualizado 03/04/2014
Marta Ferreira
 

Con ansia espero siempre la llegada del mes de abril, de ese tiempo en que los días comienzan a ser más largos, las calles recobran vida y los árboles anuncian, entre flor y flor,  la llegada de la primavera. Dispuesta a aprovechar la longitud de una tarde, que tras el triste invierno se me torna eterna , salgo a la calle y comienzo a caminar.

Me gusta pasear, así que bajo a los Dominicos a disfrutar de esa maravillosa catedral que tenemos, la disfruto unos instantes y sigo andando. Subo por Palominos, llego a la Rúa y? ¡cómo no!, no puedo evitarlo, paro a ensimismarme mirando el delicado y siempre perfecto escaparate de La Industrial  mientras pienso en cuál va a ser la siguiente tarta que encargue para el próximo acontecimiento familiar mientras contemplo con felicidad lo hermoso que es un negocio pequeño en el que los detalles marcan la diferencia.

Sigo paseando y llego a la Plaza Mayor, subo por  las escaleras donde estaba el mítico quiosco de Angelito y vuelvo a leer (se anuncia hace meses) en el escaparate de  Paulino su liquidación por jubilación, y  sabiendo que sus horas están contadas me entristezco, recordando cómo  de niña siempre miraba sus escaparates buscando qué  podía decirle a mi padre que le comprásemos a mamá por su cumpleaños o por el día de la madre y sabiendo que su fin está cada vez más cerca.

En fin, pienso, ley de vida, y continúo caminando alrededor del ágora y en segundos  me veo en la esquina de Abolengo,  que ya no es tal, porque ya no existe y entonces ya no me consuela que sea ley de vida porque empiezo a descubrir que apenas si quedan negocios de mi infancia, pero sigo  camino hacia delante porque quiero aprovechar la luz, mover las piernas. Paso por debajo del reloj de la Plaza y me comienzo a sentir mejor porque hay mucha gente, se ve vida y tras la oscuridad y vacío del invierno ello me alegra. Veo a unos turistas tomar un helado y se me antoja imposible no degustar uno, por aquello de inaugurar mi estación favorita como merece y, olvidada de las penas momentáneas, me dirijo con la sonrisa dibujada en la cara a por mi  cono de café y avellanas. Es mi helado, los dos sabores que de toda la vida me compraba mi abuelo cuando, cada domingo, íbamos a tomar un helado a los Italianos. Y llego allí, a la puerta de la heladería de los Italianos, mi heladería, la de todos los salmantinos, la de siempre, y se me cae el mundo a los pies,  y me siento casi abatida al descubrir que ha cerrado, que ya no existe, y tengo la impresión de que su cierre supone un ataque a mis recuerdos  de las primaveras y veranos de toda mi vida y no me lo quiero creer.

Estoy un rato parada, delante de su escaparate ya cerrado para siempre, y no doy crédito, no lo quiero creer. Hoy ya no me apetece seguir paseando, porque cada día existen menos negocios de los de toda la vida (mi vida) en esta ciudad, cada vez más pequeña, y se me torna triste no reconocer en las calles de mi vida a los tenderos de siempre.

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