OPINIóN
Actualizado 28/03/2014
Ángel González Quesada

Poco a poco, los espacios culturales (y los otros) van llenándose y empapándose de esa imposición anual que venimos a llamar Semana Santa y que amenaza generar similares hartura y rechazo que la Navidad. Desde los espacios expositivos hasta los teatros, desde las parrillas televisivas a las ondas radiofónicas, este país vive cada año la celebración impuesta de unas festividades religiosas en loor de unas creencias particulares a las que muy pocos parecen ya querer plantar cara, tal vez porque el fanatismo ha contagiado de tal modo a las instituciones que las ha vuelto incapaces de ejercer limpiamente su labor laica, ciudadana, arbitral e igualitaria, y de garantizar los derechos de los no creyentes al menos en un mínimo porcentaje del descaro con que se miman los religiosos.

Confundida la devoción cristiana con el sentimiento del pueblo y el costumbrismo con la cultura, la imposibilidad de un equilibrio racional entre creyentes y no en esos días primaverales a mayor gloria de la hostelería, han convertido las calles y plazas de multitud de ciudades y pueblos en un escenario particular de celebraciones muy convenientemente loadas, alabadas y publicitadas a beneficio de muy particulares intereses, entre los que se cuentan de modo nada inocente los de la jerarquía eclesiástica católica, que ha mercantilizado las no pocas sinceras devociones y creencias populares para conseguir una preeminencia que se refleja en multitud de aspectos de la convivencia, entre los que no son menores los presupuestarios y educativos.

Huir de la Semana Santa en la propia ciudad, para quienes no compartan las creencias de los seguidores de las celebraciones cristianas, constituye hoy día una casi insalvable dificultad tanto en lo que respecta a la normalidad ciudadana, racionalidad horaria, atención pública o libertad de movimientos, y la imposición de festividades, cierres o recorridos viene a recordarnos cada año una (otra) de las atávicas rémoras que son el lastre del cabal desarrollo común, y pone de relieve una (otra) de las asignaturas pendientes de un laicismo institucional teórico que alguien, alguna vez, de algún modo, tendría que plantearse seriamente.

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