Hubo un tiempo, no muy lejano, o tan distante, en que se hablaba que Adolfo Suárez pasaba los días visionando películas antiguas, desde Chaplin a Harold Lloyd, de James Cagney a Rafael Rivelles, de Rita Hayworht a Barbara Stanwick, de Pepe Isbert a José Sazatornil 'Saza'. En ese menú por el que transitaron John Wayne a Bogart, pasaron de pronto, sin querer, los malvados tiempos en que fue agredido como 'el gran tahúr del Misisipi'. Si aquella fue la frase que reímos de jóvenes falsamente para reírle la gracia al gracioso después, nunca sabremos que nos llevó a ello. Igual que en las películas, la vida nos retrata, nos deja una canción que se impregna siempre, una juventud que participó de tanto y para esto que ahora la reprimenda del juicio eleva la conciencia al lugar de una reflexión. Suárez es un nombre alojado en la parte de dignidad que nos consuela, la misma que huele a sentir al otro, al que difiere tanto de mí como para apreciarlo cercano y no enemigo, a quien discrepa y es discrepado, a quien utiliza la voz activa de los verbos sin despreciar la pasiva de cuanto determina el tiempo.
No es que haya un antes y un después de Suárez, simplemente forma parte de cuanto no deberíamos de olvidar. Aquello que no entendías sino a través de una proclamación hoy fenecida por los proclamadores recala en un argumento de solidaridad. ¿Tanto costó aprender que un cambio sólo es cambio si se produce desde dentro? ¿Tanta prisa había por vivir deprisa? Quiero pensar que cuanto flotaban eran las ideas mientras el capitán del barco del Misisipi no era un tahúr sino un personaje afable de Mark Twain. Suárez queda en la memoria porque la memoria que él perdió en estos largos años de olvido sirvió para demostrarnos en este país tan difuso, tan de Quevedo y de Goya como de Valle Inclán, el papel de su dignidad. Nada es lo mismo desde la lectura del gran libro de Javier Cercas donde en esa anatomía de un instante se refleja el sentido que tiene el tiempo cuando echas la mirada atrás más allá de los cincuenta y abres la ventana de la moral: "había entendido que yo no tenía razón y él no estaba tan equivocado, que yo no soy mejor que él, y que ya no voy a serlo". El final de ese libro tan prudente sobre el 23F recoge para mi generación un poso de amargura sobre el comportamiento que se hizo con Suárez. Por eso me indigné tanto con la fantochada de Évole y su jueguecito de chuflas, porque Suárez estaba indefenso, frente al carguen, apunten, disparen.
El precio que Suárez pagó es incontestable.