El obispo Aguirre es un hombre de Dios. Lo había oído en boca de otros misioneros combonianos, congregación a la que pertenece. Lo había intuido leyendo sus correos electrónicos. Lo había sentido cuando visité Centroáfrica en noviembre de 2011. En esa ocasión no hubo modo de llegar a Bangassou, donde vive dando su vida a los que no encuentran razones para vivir. Y lo pude comprobar por mí mismo unos meses después, tras una larga entrevista para un reportaje sobre el líder del LRA (Ejército de Resistencia del Señor, en sus siglas inglesas) Joseph Kony, protagonista en esos días de una campaña mundial para su captura.
Quedamos en la redacción de la revista Mundo Negro. Intercambiamos pareceres sobre la situación de la República Centroafricana y la inestabilidad en la que llevaba inmersa la última década. Él nos aseguraba que iría a peor. Y acertó.
Durante casi tres horas nos contó la realidad de su gente. Nos narró en primera persona las atrocidades del LRA. Explicó el sinsentido de algunas organizaciones de ayuda humanitaria más pendientes de sus informes que de las personas a las que hay que apoyar. De la falta de todo lo material. Y de los valores africanos que los occidentales no hemos podido saquear. Nos habló de la dignidad, del respeto a los ancianos, del sentido amplio de familia que rompe las barreras de la consanguineidad, del respeto a la naturaleza y del sentimiento profundo de religiosidad. Desde el principio insistía en que no eran sus demandas, que sus palabras no eran suyas, que él sólo era la voz de su pueblo. Y así titulamos el reportaje: "Aguirre: la voz de su pueblo".
Esta semana Juanjo ha estado en Madrid. Por fortuna esta vez no ha sido para reparar su corazón infartado y sus arterias apuntaladas con muelles. El motivo de su visita ha sido la presentación de un libro en el que se recogen sus experiencias. Sus palabras dichas, sus palabras escritas y, sobre todo, sus palabras hechas vida. También tiene fotos. Con los hombres y mujeres de Bangassou a los que acompaña como pastor.
Aún recuerdo la cara de mis compañeros cuando Juanjo, en esa larga entrevista, contaba que él no tenía miedo a los bandoleros que asaltaban los caminos, ni a los guerrilleros que mataban a todo aquel que osara desafiar la orden de no transitar por los caminos. El obispo, con toda la naturalidad cordobesa del mundo, nos soltó: "La única manera de terminar con la violencia es acabar con la miseria. La miseria es el mayor atentado contra los derechos del hombre".