En Venezuela, a mi hermano Rafa le llaman padre Rafael. Allí llegó hace un par de años para echar una mano y cumplir uno de sus sueños: ser misionero. Y lo es. En una misión complicada. Cada vez más.
Desde que llegó no ha dejado de trabajar por la justicia para que llegue la paz. Y cuando internet le funciona, y su teléfono tiene cobertura, cuenta historias increíbles por wasá. A veces sacrifica un rato de sueño, o le roba unos minutos a su gente, y escribe un correo electrónico que te pone la carne de gallina. A mi hermano Rafa, el venezolano padre Rafael, le sale la guasa riojana de sobremesa -esa en la que el buen vino suelta la lengua, alumbra el entendimiento y calienta los corazones- cuando nos cuenta la falta de abastecimientos básicos. La odisea para encontrar papel higiénico, o jabón para fregar los platos, o un poco de azúcar, o el pan nuestro de cada día. Se pasa la vida haciendo cola para que sus compañeros de comunidad tengan algo que echarse al coleto después de escuchar a los partidarios del gobierno y a los partidarios de la oposición. Porque en el lugar donde llegaron estos buenos frailes siguiendo a Jesús, el galileo, conviven gentes de camisa roja convencidas de las bondades del socialismo bolivariano con gentes de camisa abanderada convencidas de lo contrario. Unos y otros, amén de la inmensa mayoría que no quiere saber nada de ninguno de los dos, sufren el aumento de la violencia en forma de asesinatos, torturas, secuestros, atracos, violaciones y amenazas. Lo peor es la impunidad que acompaña estos actos. Las tropelías son gratis. En el barrio donde vive mi hermano Rafa ha habido varios asesinatos. Alguno sonado, como el de uno de los líderes opositores de la región. Y me contaba cómo al acabar la misa del domingo ?a la que acuden unos y otros y los que están hartos de los dos-, un señor levantó la mano para pedir la palabra. La situación era de calma tensa, muy tensa. El señor prometió que no hablaría de política. Y subió al micrófono. Y dio gracias a Dios porque había puesto allí a mi hermano que, con su sermón, le había hecho entender que el ojo por ojo no lleva a ningún sitio y que, sin justicia, no es posible la paz. La gente se removía en los bancos de la iglesia. Antes de dejar el micrófono se presentó. "Soy el hermano del líder opositor recién asesinado".
Rafa sigue oyendo disparos cada noche, y haciendo colas cada día, y escuchando confesiones de unos y otros y de los que no aguantan más a ninguno de los dos. Le pido que me traiga una camisa de esas rojas que salen en la tele. "Tan grande como la del difunto Chaves", le aclaro. "Te la pagaré con rollos de papel higiénico". Y nos reímos muy serios los dos.