La República Centroafricana me sabe dulce.
Nada que ver con el mapa amargo que aparece interpelador ante nuestros ojos, aunque a menudo lo escondan en los telediarios. El país se desangra desde hace 10 meses (por ponerle una fecha al drama permanente).
No hay hordas cristianas batiéndose en duelo contra musulmanes. Así no son las cosas, aunque así nos las hayan contado. Ha habido persecución y matanza de cristianos durante mucho tiempo por parte de los terroristas de Seleka (el brazo armado de Al Qaeda) y ahora que estos fanáticos asesinos están desarmados, sufren en sus propias carnes la injustificable venganza por parte de unos grupos descontrolados.
No hay milicias cristianas como tales persiguiendo musulmanes. Es más, las Iglesias están llenas de musulmanes a los que se da cobijo ante el horror que muchos de ellos están sufriendo. La Iglesia católica ha llamado expresamente a perdonar lo sucedido en el pasado y a la reconciliación del país. La violencia solo engendra más violencia.
Paradojas de la vida, a mí este escenario áspero me sabe dulzón y acaramelado, porque cuando le preguntamos al obispo Juan José Aguirre que en qué podíamos ayudar, nos dijo que necesitaban oraciones y chupachups, que los niños de allí ni imaginaban siquiera lo que era una chuche.
Junto con otro matrimonio amigo, nos pusimos manos a la obra.
Enviamos un saco. Nuestros hijos ya saben dónde está la República Centroafricana y a nosotros nos ha venido bien recordar que lo que los demás necesitan de nosotros no siempre es lo que nosotros creemos que necesitan.