OPINIóN
Actualizado 28/02/2014
Ángel González Quesada

En la película 'Algunos hombres buenos' (A Few Good Men, Rob Reiner, 1992), un coronel del ejército, comandante-jefe de la base estadounidense de Guantánamo, en Cuba, es detenido y juzgado por ordenar una medida disciplinaria ilegal, y ese juicio refuerza la credibilidad y honradez del ejército. Fuera de la ficción, en los mismos Estados Unidos, en Francia, en el Reino Unido y en muchos otros países de larga historia democrática y asentados valores patrióticos, los militares que se exceden en sus atribuciones o incumplen la legalidad, son sometidos a los procedimientos judiciales oportunos y, en su caso, condenados, expulsados o degradados, sin que ello cause debilitamiento alguno, sino todo lo contrario, en sus instituciones y en su robustez democrática. En España, no. En España los uniformes militares parecen disponer de un aura especial de devota protección que impide a los gobernantes cuestionar y mucho menos criticar, y ni hablar de juzgar, los actos de los uniformados.

Probablemente a causa de la grave deformación perceptiva que cuarenta años de dictadura militar, imposiciones, taconazos, banderofilia y miedo han causado en la visión del papel que los militares deben desempeñar en una comunidad sana, este país, y sobre todo sus instituciones, todavía adolecen de un papanatismo más que regular con respecto a la milicia, que igual que explica la indisimulada devoción que la derecha profesa por las guerreras, los correajes, los desfiles y esa marcialidad chusca de los rituales cuarteleros, da cuenta de las razones del rechazo casi físico de la izquierda por lo mismo, y clarifica las razones por las que fracasan todos los intentos de agrupar a la ciudadanía española en torno a esos manoseados símbolos y banderas nacionales.

Viene todo esto a cuento de la lancinante impresión que sigue causando en cualquier inteligencia medio atenta, el incalificable comportamiento y las contradicciones, desmentidos y rectificaciones de las autoridades de Interior sobre los escalofriantes sucesos en las playas de Ceuta el pasado 6 de febrero y, sobre todo, respecto al comportamiento asociado a esos hechos de algunos guardias civiles y sus mandos ?militares todavía a estas alturas de la democracia-. Un comportamiento que, una vez más, se muestra dirigido a proteger los uniformes, ocultar o diluir sus responsabilidades e impedir el cuestionamiento, la investigación y el juicio de ciertas acciones, bajo ese palio viejo y caduco de la falsa lealtad patriótica, la dócil sumisión jerárquica y el espeso velo de intolerable servilismo con que, en este país, siguen hoy protegiéndose las charreteras.

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