En una casa vivía una cacatúa. Bueno, una cacatúa, un canario, un perro y un gato, además de la familia que pagaba las facturas. La cacatúa en cuestión era la jefa del improvisado zoológico. Disponía, para su uso particular, de una gran jaula con puerta de guillotina, de la que entraba y salía cuando le venía en gana. Si decidía que ya era hora de levantarse, desde dentro de la jaula empujaba la pinza de la ropa que mantenía cerrada la puerta, levantaba la cancela con el pico y salía a estirar las alas. Cuando le entraba el sueño y la familia seguía danzando por la habitación, se metía en la jaula, empujaba la pinza y la puerta se cerraba, lanzando el mensaje de que ya era hora de acostarse.
Uno de sus deportes favoritos era ponerse sobre la jaula del canario y arrancarle plumas de la cabeza, el pobrecito estaba calvo. Diversión que alternaba con hacer rabiar al perro ladrándole, con bastante buen acento por cierto, cuando pasaba cerca. Con el gato habían llegado al acuerdo tácito de no interferir el uno en la vida del otro.
En estos menesteres discurría su vida cuando de repente se presentó la ocasión de demostrar quién llevaba los pantalones en aquella casa.
Una tarde sonó el timbre. En la puerta apareció una tía segunda de una prima del pueblo, de esas que solo dan señales de vida en los funerales, con la sana e inesperada intención de hacer una visita. Tras los pertinentes saludos de rigor, que no consiguieron ocultar la cara de asombro de la familia, la buena mujer se apalancó en una silla y comenzó a contar batallitas por las que nadie le había preguntado, y a hacer preguntas a las que nadie quería responder. Visto que la visita era una visita en toda regla y no solo un "pasaba por aquí", la familia le ofreció tomar algo, por aquello de ser amables, en la confianza de que mientras comiera se estaría un rato calladita. De las viandas ofrecidas la buena mujer eligió un flan casero, brillante, temblón y enorme, para disgusto de la resignada familia y bajo la atenta mirada de la cacatúa, que llevaba toda la visita observando, con mudo sigilo, desde encima de la jaula del canario.
La señora se dispuso a comerse el flan mientras continuaba con su perorata. A la cuarta cucharada, ante la incapacidad de la familia para poner fin a aquella insoportable situación, la cacatúa, en absoluto silencio, extendió las alas, bajó planeando, clavó las patas en medio del flan, y se quedó mirando a la mujer, con su pico a un palmo de la nariz de la interfecta.
Mano de santo. La visita pegó un grito, un respingo hacia atrás que casi le hace caerse de la silla, para acabar comunicando a toda prisa que se estaba haciendo muy tarde, que gracias y que hasta otra.
La familia se deshizo en mimos hacia la cacatúa que, sabedora de que se los merecía, se dejó querer. Si bien, haciendo gala de su sentido común, y demostrando que la gloria no se le había subido a la cabeza, llegada su hora se metió en la jaula y cerró la puerta. Mantener el orden en una casa puede resultar agotador.