La semana pasada fue presentado en sociedad el equipo diocesano de Enseñanza, encabezado por Rafael Blanco, el delegado de la diócesis para estos menesteres. Rafael es uno de esos curas que como persona merece la pena de verdad, algo imprescindible en la función del sacerdocio, igual que en cualquier otra que exija tratar con gente. Primero va el hombre y luego ya veremos, porque si se falla en lo humano el resto se nos desmorona. Y Rafael es un hombre bien formado, afable, campechano, generoso y consciente de su misión. Reúne a priori, por tanto, las virtudes que se le presuponen a quien debe desempeñar la importante responsabilidad que le encomendaron hace unos meses.
La entrevista que le hacen para el último número "Comunidad", en las páginas centrales de la revista, no tiene desperdicio. Suscribo en su integridad las palabras del presbítero y confío, sinceramente, en que su clarividencia y mano izquierda, junto a la experiencia del equipo constituido, sirvan para solucionar, hasta donde se pueda, el problema de la asignatura de Religión en el actual sistema educativo. Porque problema es, y serio. De lo contrario no llevaríamos tantos años dando vueltas al asunto.
El conflicto se genera en el propio sistema por dar a la materia una consideración distinta a las demás, de manera que el asunto de la Religión se ha enquistado y ha pasado a ser una de las muchas asignaturas pendientes en nuestro sistema educativo. Entiendo, para empezar, que el estudio de la Religión, y en especial la cristiana, debería ser obligatorio para todos y en todos los niveles, lo mismo que la Historia, Lengua o Ciencias Naturales. Excluir el hecho religioso en la enseñanza supone hurtar a los alumnos una parte fundamental de su formación integral. Es, por tanto, una aberración académica, lo mismo que si pasasen por la escuela sin saber que existe el Arte o la Literatura. Cualquier persona con una instrucción básica está obligada a conocer un fenómeno que considere, al menos, los mitos clásicos, los fundamentos del judaísmo, islam y religiones orientales y, sobre todo, porque constituye parte fundamentante de nuestra cultura, el cristianismo. Por esto, que no es poco, la Religión tiene que ser asignatura obligatoria, impartida por un profesorado competente, y computar lo mismo que cualquier otra.
Pero dicho esto, también es cierto que por una indebida equiparación a la catequesis y su oscilante e insegura consideración en los planes de estudio, la asignatura no se libra, y con razón, de la polémica. Y aquí Rafael poco puede hacer. En la enseñanza concertada confesional el problema no se percibe tanto, pero en la pública sí. El hecho de que el profesor tenga que ganarse la clientela para continuar ejerciendo conduce, inevitablemente, a contentar al alumnado con actividades cuya conveniencia académica, como poco, es discutible. Y si no lo fuese, su abuso acaba por desacreditar a la asignatura de manera general. Y en esto el delegado y su equipo sí que pueden implicarse para tratar de dignificar una materia que el sistema, Conferencia Episcopal y docentes (no todos, evidentemente) han conseguido convertir en residual, irrelevante y muy poco respetada. Hasta tal punto que muchos sacerdotes, al menos en las confidencias, prefieran suprimirla a seguir de esta manera. Y no debería ser así, porque la enseñanza académica de la religión es necesaria en el sistema educativo.
Los acuerdos Iglesia-Estado permiten a las diócesis designar al profesorado y dar directrices. Para eso se crearon las delegaciones, para eso están Rafael Blanco y su equipo en Salamanca, para intentar que al menos en esta diócesis la enseñanza de la religión sea algo serio, aunque suponga una pérdida de alumnos. El problema es que una vez más colisionan los principios con los intereses creados, que en este caso son bastantes. Por eso la pregunta, como tantas y tantas veces, es saber hasta dónde va a poder llegar el delegado? O hasta dónde le permitirán llegar, que esa es otra.