OPINIóN
Actualizado 20/02/2014
Isidro Catela

La gloria de los jóvenes es su vigor y el esplendor de los ancianos, los cabellos blancos. El libro de Job no puede ser más explícito.

Envejecer bien es caminar hacia ese esplendor, es como escalar una gran montaña; mientras se sube las fuerzas disminuyen, pero la mirada es más libre, la vista más amplia, más serena. El texto de la partitura que interpretamos, tanto en el valle como en la cumbre, es el mismo, pero cambian significativamente los acentos. No debe ser casualidad que la palabra "emérito" se acentúe de forma tan notable.

Yo tuve un profesor emérito, en la Universidad, que me instruyó en la importancia de los acentos. "No es lo mismo -sentenciaba- me hace sufrir la pérdida de mi mujer, que me hace sufrir la perdida de mi mujer".

Don Eugenio de Bustos entraba en clase, se sentaba y nos escrutaba con sorna hasta que, con toda la autoridad de su silencio, nos hacía callar sin pronunciar palabra. Eran cincuenta minutos magistrales, sin un solo  papel en las manos, en los que viajábamos con la imaginación por los parajes abruptos de la lingüística. Era un maestro bueno y obediente, tanto que cuando un compañero mío le escribió en la post-data de un examen: "no me ha dado tiempo a terminarlo, por favor sea usted beligerante", él se entregó a la causa y olvidó su habitual benevolencia para hacer caso de la desesperada petición.

A veces vuelvo a los recuerdos, a sus apuntes, a sus conversaciones, a su fina ironía gaditana. No con melancolía, sino con admiración y agradecimiento.

Yo de mayor quiero ser como él y morirme, como él, un Domingo de Resurrección. Un domingo bien sonoro, con tres erres y dos ces. Un domingo agudo, provecto, siempre nuevo y con acento en la o, como Dios manda.

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