OPINIóN
Actualizado 15/02/2014
Andrés Alén

Siempre busqué el verso que abre el arca de la vida plena.  El trazo que dibuja su perfil, su pulso. En el color su amanecer; y en esa oración andaba cuando me dices que todo viaje termina en la seca muerte y ya ves, me he quedado un momento en silencio dudando de la luz, mientras el agua se derrama de mis manos porque de golpe se apagó la sed. Me acabas de regalar la soledad, la noche, oscura coma aquella,  menos sublime, porque no quiero desprenderme de todo; quizás no puedo concebir la vida sin esperanza, sin amor, sin vuelo. Sé como tú, que es difícil demostrar con ciencia la existencia real de la poesía, pero más difícil aún vivir sin ella, sin creerla, concluir que todo se resume a un crucigrama carente de salida. Otra cosa es que el cansancio, la desazón, el golpe del desequilibrio que llaga la caída, pero incluso en la penumbra, creo que estamos hechos para anhelar la vida; que viajamos en busca de esa estrella. Dime sino como soportas la brega,  en la injusticia, en la ignorancia, en la impotencia. No es tan fácil ser roca imperturbable al oleaje, anular los sentidos, sensibilidad, sentimientos y seguir siendo hombre, porque el hombre es hambre. Creo que a pesar de tu silueta altiva, también albergas cierta tendencia hacia lo que perdura. Te he visto ante un cuadro  queriendo penetrar en aquel negro profundo y asfáltico como una ruta al misterio del que huyes, leer un soneto hasta palpar esa rima que resbala como una lágrima, escuchar música como sintiendo su alma. No creo que todo en ti sea solo sociología, ocupación por el reparto equitativo  de calorías, no solo, aunque sea importante, y sospecho que eso es por algo, por un afán que nos trasciende.  Decirlo así, que suena a eternidad y abismo, cuando vemos los huesos descarnados en la cuneta, parece un brindis al sol, qué menos, sabes que él, ya sé que para ti no es él, es uno, dijo que allá los muertos entierren a los muertos, no era lo suyo, definitivamente la palabra es  vida. Nos han hecho responsables de ser nosotros mismos, dura tarea para un barquito de cáscara de nuez, al menos querer ser, otra vez el anhelo de ir más allá de todo conocimiento, a la contemplación directa, eterna, plena, supuestamente inmóvil de ser el que soy. De alguna forma todos deseamos ser memoria, yo memoria de dios, tu de la tierra, que son formas de hablar, una habla de la invención del espíritu, y otra de estrato mineral muy bien datado. El tamaño de esa nuez que desocupó el barquito, con todas sus circunvalaciones cerebrales, al lado de la tormenta universal de luces, nos iguala con cierta desfachatez  en pretender  teoremas, tampoco es cuestión de ir pisando nubes o andando sobre el mar con calcetines. Ya ves, el no saber iguala, como nos distingue el hambre de saber. Espero la luz de una luciérnaga en la noche cerrada para subir al monte donde una brisa suave me conforte otra vez en lo creado, no busco más, no creo en tus certezas más allá del golpe de desánimo que asestan, prefiero abrir los cuatro cuartetos de T.S. Eliot, retomar los versos de San Juan de la Cruz en que se inspiran, disolverme con Mahler o ante un cuadro, de Zurbarán, de Rothko,  contemplar la límpida blancura de una monja arrodillada y quieta en Vera-Cruz? intuir lo que ellos quizá vieron? te dejo pues con tus científicas proclamas, tú y yo seguimos un camino ni acordado ni vencido. Los dos estamos, por volver a Eliot, donde ni estamos, ni creemos estar? perdona el soliloquio, este raro canto de supervivencia.

El monje de Friedrich contempla desde su diminuta presencia una naturaleza inabarcable, hay motivos en ese escalofrío para creer o desistir, para regresar al cotidiano no volver la vista a las estrellas, obviar la fuerza de la mar, y resistir. También, a mi me cabe, pretender hacer del arte un virtual camino a ese misterio. El cielo se ha tornado un cuadro de Pollock? igual de inexpugnable.

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