OPINIóN
Actualizado 13/02/2014
Rosa García

            Un día de verano, época proclive al esparcimiento y a la relajación de costumbres, un grupo de amigos acudió a presenciar una obra de teatro al aire libre. Libre el aire y los asientos, ya que es una mala costumbre de este tipo de eventos veraniegos el que, junto con los formalismos, desaparezca también la numeración de las entradas, lo que obliga a hacer cola para conseguirlas y cola para acceder al acto.

   Armados de paciencia y buen humor, los amigos se plantaron en la puerta del recinto con casi una hora de antelación, querían asegurarse sitio en las primeras filas. A medida que pasaba el tiempo aquello se iba llenando de gente que, como era verano, no formó una fila sino que se arremolinó alrededor del grupo inicial, protegiéndose del calor bajo el portalón de piedra.

   Cuando quedaba poco tiempo para que abrieran las puertas, al grupúsculo inicial se arrimó una chica. Llegó con cara de estar buscando a alguien, que evidentemente no estaba allí, y de paso se quedo pegadita al grupo de amigos, de tal manera que el resto de la afluencia pensó que formaba parte de la pandilla.

   La chica, muy bien vestida, bien podía ser una quinceañera que pretendía parecer mayor, o una de más de veinte intentando pasar por una más joven. Allí se quedó pegadita hasta que apareció un señor de cincuenta y tantos: Náuticos, vaqueros muy bien planchados, camisa de cuello duro y manga larga con los puños vueltos, gomina y bigote. Como aquello ya empezaba a pasar de castaño oscuro, uno de los amigos le llamó la atención.

   ? Mi hija lleva aquí desde el principio cogiendo sitio ? contestó el sujeto, con bastante chulería.

   El grupo lo negó en redondo, pero el hombre seguía erre que erre con lo mismo. Hartos de escuchar la cantinela, el más lanzado de la cuadrilla preguntó a las personas de alrededor si la chica estaba allí desde el principio. Unos que no sabían?, otros que no se habían dado cuenta?, hasta que una mujer aseguró que la interfecta había pasado por su lado, poco tiempo antes, diciendo que delante la estaban esperando.

   Pillado en un renuncio, y ante las increpaciones de los integrantes del grupo de amigos, el individuo eligió la huída hacia adelante.

   ? ¡Vosotros no sabéis quién soy yo! ? remachaba, gritando a pleno pulmón y amenazando con el dedo en alto.

   Hartos de la frasecita que el individuo repetía como un poseso, uno de los amigos le soltó:

   ? Seas quién seas, no tienes porqué colarte. Así que vete al final de la fila.

   ? Tú te callas ? espetó el de la gomina ? Con esas barbas y esa pinta?, vago indecente? ¡a saber a qué hora te habrás levantado hoy! ¡No sabéis quién soy yo!

   La campana evitó que aquello acabara en batalla campal. Quien dice la campana, dice la puerta, que se abrió justo en el momento en que la gente empezaba a reclamar la presencia de la policía.

   Los ánimos se fueron templando y la gente ocupó sus asientos. El individuo y la chica se colocaron en la fila inmediatamente anterior a la que ocuparon el grupo de amigos, y de vez en cuando se volvía con media sonrisa como diciendo:

   "? Lo que vosotros queráis, pero al final yo entré primero"

   La representación acabó y nadie consiguió enterarse de quién era el individuo de la gomina. Lo que el tipo ese nunca supo es que "el barbudo?vago indecente?que a saber a qué hora te habrás levantado hoy" era un catedrático de universidad. Y, puestos a ser alguien, entre sus amigos había una directora de laboratorio, dos veterinarios, una bióloga y hasta un abogado, aunque sus méritos profesionales no son relevantes. Lo verdaderamente relevante es que, en el grupo de amigos, no había tramposos.

 

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