OPINIóN
Actualizado 02/02/2014
Sagrario Rollán

"Cada vez que te emborrachas te vuelves un poco más tonto", reza el último eslogan de la campaña contra el alcohol y las drogas, dirigida a los jóvenes.

Así que ¿la tontería al igual que la inteligencia puede desarrollarse y cultivarse? Y ¿Cómo se cultiva la estulticia? Pensando sobre esto, mientras esperaba el autobús al lado del cartel que menciono, vine a recordar el extraordinario análisis que de los tontos  y su  variedad se encuentra salpicando aquí y allá la monumental obra de Santo Tomás Tomas de Aquino. Hoy está de moda eso de las inteligencias múltiples, pero la penetración  de los perfiles que esboza  el Aquinate en plena escolástica  no tiene desperdicio. Según él, la característica distintiva de la tontería de cualquier clase y condición es la  parálisis o estupor,  exactamente lo contrario de la admiración, aquella perplejidad inicial de Aristóteles como principio del filosofar; el estupor paraliza, mientras que la admiración impulsa a la reflexión y la creatividad, despierta la imaginación y  agudiza los sentidos, así también comienza la investigación científica.

Muy al contrario, la  tontería es al tiempo embotamiento y falta de sensibilidad? Pues la sensibilidad  se afina ciertamente en la diversidad de objetos y actividades a las que se aplica, pero, como ya señalaba otro eslogan contra las drogas,  "El tiempo que dedicas al alcohol se lo quitas a todo lo demás", amigos, deportes, familia, diversiones y relaciones. Se anula el gusto, el sabor, el deseo o aprecio de todo lo que al joven le ayuda a desarrollarse y crecer como persona, de todo lo que en definitiva puede motivarle y enriquecer su vida,  su inteligencia, sus afectos.

Los que andamos a diario por  aulas y pasillos adolescentes,  sin necesidad de llegar tan lejos, es decir incluso sin drogas, experimentamos a cada momento  esta sensación de embotamiento como uno de los mayores obstáculos para afrontar  nuestro trabajo.

Entre la abundancia de ejemplos y casos  del insigne filósofo, destaca por su gracia la asimilación de la tontería con algunos  animales: la oveja, el asno, el pez torpedo, o el enjambre de avispas, cuando la tontería multiplicada y ruidosa nos avasalla por todas partes. Hay idiotas encerrados en la propia lengua o pueblo,  o en los prejuicios, imbéciles incapaces de sobrepasar  los límites inmediatos de lo útil o  práctico,  crédulos superficiales y a veces supersticiosos,  groseros que no aciertan a saborear casi nada más allá de sus narices. Como en un carnaval o un bestiario desfila por sus páginas tal variedad de tontos que  uno se siente  concernido.

El problema se agrava cuando la multiplicidad de tonterías es cultivada, y aún intentamos transmitirla o imponerla como virtud; cuando,  no solo somos incapaces de reconocer nuestros errores y torpezas, sino que se las adjudicamos fácilmente a otros, y  en consecuencia la estulticia se vuelve culpable, negligente, abusiva,  pues también caracteriza la tontería, puntualiza el filósofo,  la torpe voluntad que nos vuelve más y más obtusos, mientras que el remedio estaría en buscar consejo, discernimiento, enderezamiento del ánimo, fuerza de voluntad o  disposición a la crítica.

Quizá sería bueno que echáramos un vistazo al idiota que probablemente todos llevamos dentro, sería al menos tan instructivo como seguir  las pautas de El genio que todos llevamos dentro (David Shenk), panfleto americano donde los haya, o recetario pedagógico al uso.   En todo caso,  el sentido común nos debería bastar para no dejarnos engañar por modas y modelos de opinión y hasta nos podríamos reír reconociendo nuestros propios errores y estulticias, tantas veces aireadas como alarde de superficial instrucción, en lugar de amargarnos señalando  presuntuosamente los  de los otros.

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