OPINIóN
Actualizado 30/01/2014
Luis Miguel Santos Unamuno

Corren malos tiempos para la policía, para las llamadas fuerzas de seguridad, también del orden, para los antidisturbios, que de todas estas maneras la conocemos. No caen bien, traen aires del pasado, de guardias sustentadores de dictaduras. No son modernos. Y es porque luchan -ahora que la sociedad se ha liberado de sus miedos- con una contradicción de origen, obligados a actuar cada vez más a menudo contra la población civil, la misma que juraron proteger, cuando ésta se manifiesta en la calle.

Ahora la poli tiene mala prensa. Todo quisque puede grabarlos cuando intervienen y, claro, revisar una y otra vez las imágenes de un hombretón forrado como un samurai de videojuego sacudiendo a una humilde vecina no genera simpatías. Quizá lo que sucede es que no se tiene claro qué es la policía, para qué sirve. Quedan muy atractivos y atractivas en las series de televisión que nos los quieren mostrar más cercanos llamándolos por sus apellidos, como un funcionario más. Pero en las películas nunca salen reprimiendo manifestaciones gremiales o vecinales.

Luego les agradeceremos que mantengan el tipo frente a las pandillas de cabezas rapadas que levantan sus símbolos nazis intentando reventar nuestra protesta contra el terrorismo, o que mantengan a raya a los descuideros, o que mantengan libres de okupas nuestras viviendas. El mismo vecino que pide más presencia policial contra el botellón y comenta que la policía no sirve para nada porque el ladronzuelo archiconocido que detienen sale libre al día siguiente les echa en cara su brutalidad cuando le toca a él manifestarse. Ese mismo ciudadano que atisba por la ventana en los barrios conflictivos (leo que hay lío ahora en los de Buenos Aires y Pizarrales) para saber si podrá salir a la calle con seguridad se indigna frente al televisor cuando pasan imágenes que muestran lo que parece brutalidad policial en las plazas de Ucrania, o más cerca de aquí, en el barrio de Gamonal donde algunos iluminados quieren ver nuestra propia Plaza de Tahir.

Seguramente nos hubiera gustado que hubiera habido más policía el día en que las avalanchas de gente no invitada a una fiesta se llevó por delante la vida de 5 chicas en la triste noche del Madrid-Arena. Juzgarán a los responsables de no haber destinado suficientes fuerzas policiales. Pero en caso de haberlas habido la única manera de haber evitado el asalto al interior del concierto por parte de centenares de alterados habría sido a golpes. Por la fuerza. Fuerza legal, no del fuerte sobre el débil.

La policía me cae bien. La de ahora, más profesional. Quizá sea porque no soy aficionado a los pasamontañas. O porque esto no es Corea del Norte. Y eso que los que sí vivimos la dictadura -¡qué miedo daban aquellos caballos en la Ciudad Universitaria de Madrid!- torcíamos el gesto cuando pasaban por la calle los viejos Seat 131 ranchera a los que apodábamos Lecheras. Luego, después de que me dieran un par de palos por la zona de la Meléndez cuando no era tan turística como hoy día empecé a ver con menos desconfianza esa presencia policial que me aseguraba, no sé, cierta tranquilidad. Aunque mi oscuro pasado izquierdista se revuelva en mi interior. Debe ser una señal de que me estoy haciendo viejo.

Supongo que escribo desde el desconcierto. La mayor parte de mis alumnos, los que respetan la convivencia, observan la impunidad con que otros actúan. Esa mayor parte confía en que, al menos, les protegeremos de los acosadores. No siempre podemos. Éstos últimos, por su parte, que no vivieron una dictadura, que no viven bajo el dictado de un padre padrone, que, afortunadamente, ya no tienen miedo, me miran como si en mi mano en lugar de una tiza yo sostuviera una cachiporra. De gomaespuma, eso sí.

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