OPINIóN
Actualizado 23/01/2014
Eugenio Sánchez

Hace 24 años, emprendimos viaje a Galicia, concretamente a Celanova, mi tía Pepi y mis primas hermanas, Raquel y Elena.

Hablando claro, en busca de un "curandero" llamado Antón, una parálisis facial fue la causa.

Llegamos al hotel en verano, no recuerdo el mes, al día siguiente nos llevaron en coche a lo alto de una montaña bien escondida, ante nosotros se erigía un edificio de piedra rústico, entre místico y fantástico, éramos unos más en la peregrinación del que busca sin saber muy bien qué.

En una de las lindes del edificio principal un espejismo se presentó ante nosotros, durante todo el día siguiente no pude levantarme de la cama; por primera vez mis ojos pudieron contemplar cuerpos retorcidos con su propio equilibrio, hileras de sillas de ruedas, miradas en búsqueda de esperanza. Sí, un cuadro perfecto de quienes se aferran a un clavo ardiendo intentando resistir.

Por supuesto la parálisis facial desapareció por arte de magia de las preocupaciones de mi tía.

Recuperados del impacto brutal, nos aventuramos al encuentro de distrofias musculares; un pequeño de no más de 10 año correteaba empujada su silla entre nosotros por los jardines con la más hermosa de las sonrisas, la anorexia nerviosa era otra de nuestras amigas, también la esclerosis múltiple, el cáncer, cifosis y lordosis.

Dedicamos nuestros días a disfrutar entre todos, nuestras manos comenzaron a esculpir cuerpos en el barro, a construir cabañas con helechos, éramos niños jugando entre ruinas de ilusiones. No podíamos percatarnos del sufrimiento porque no había tristeza y sí alegría, no hubo lamentos y sí expectativas. Sólo con el tiempo se toma conciencia.

Desconozco si alguien sanó en cuerpo, no creo en los milagros, pero sí descubrí vida en la agonía del saber que tu tiempo se acaba, tenemos alma.

La huella de Celanova impregnó mi ser.  En mi mundo terrenal, el colegio y residencia Reina Sofía, (para quien no lo sepa, lugar donde estudian y viven personas con discapacidad), me conquistó definitivamente y declaré públicamente mi pasión por las "personas extraordinarias", me gusta más este calificativo.

Hoy desde Aviva me considero, aunque esté mal decirlo, un privilegiado por tener la oportunidad de aprender cada día de quien nada pide y todo da, siempre regalando lo mejor de uno mismo, sin atisbo de egoísmo. Quizá por ello aún no he perdido la fe en el hombre.

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