OPINIóN
Actualizado 21/01/2014
José Amador Martín

La idea de recorrer las calles hasta llegar a los rincones recoletos  de la ciudad es la   de hacer un viaje interior. Salamanca es una ciudad interior por el carácter de sus  moradores, la  intimidad de sus calles, el aire de ciudad ilustrada. Aquí el exterior es el resultado del interior.

Los elementos arquitectónicos  son la luz y la sombra, el muro y el espacio. El  ordenamiento es la jerarquía de los fines, la clasificación de las intenciones.

Con la lentitud que transcurre el infinito, la mirada,  llena de luz,  golpea la piedra como  un destello de lo sagrado. El lugar es una página de piedra luminosa, abierta a  las manos y a los ojos de los que quieren penetrar en sus secretos. Recinto de la memoria, lugar para el abrazo con don Miguel, de mirada silenciosa atravesada por el tiempo que en el devenir cotidiano es  huella de lo eterno, memoria de  las noches y los días. Ciudad del tiempo, resplandeciente crisol donde cada cual  refiere su hermosura y  encuentra la luz que la ilumina.

¿Acaso las almas han trocado su aliento en nuevas voces y  nuevos silencios? ¿O acaso están los pájaros perdidos en este paraíso?

Lo efímero y lo eterno, la luz y la sombra, el muro y el espacio asoman como símbolo  de un instante interior eternizado.

Albergarse entre estos muros de piedra, es entregarse a percibir el mundo, a soñarlo con el ligero rumor de soles y de estrellas, de recuerdos sin fin, es percibirla  en el sueño de la ciudad inventada, no en la ciudad de los libros, sino en la ciudad intuida más allá de nosotros mismos.

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