OPINIóN
Actualizado 18/01/2014
Paco Blanco Prieto

El exilio de las personas separadas de la tierra que les vio nacer por razones políticas, merece el reconocimiento que no tienen los deportados por el hambre desde parajes sedientos de agua y pan, hasta valles de promisión, heridos por alambres acuchillados, donde sus habitantes ocupan el tiempo discutiendo sobre la calidad del chocolate.

A estos dos grupos de expatriados se añaden los desexiliados que partieron forzados al destierro y ahora retornan al hogar abandonado, con la frustración de la derrota, por no haber encontrado un espacio donde sobrevivir, en la tierra soñada de escaparates rosados, que les negó la sonrisa.

Completan la nómina de tales deportaciones, los autoexiliados interiores en su propia país que deambulan entre nosotros por la calle con la decepción a cuestas, sin encontrar el paradero de la esperanza. Ciudadanos cansados de clamar justicia en el desierto social, donde tribunales de poder sobrado y fiscales poco fiscalizadores, doblegan en ocasiones la vara de la justicia por el peso de la dádiva y no de la misericordia.

Estos ciudadanos autoexiliados han abandonado toda esperanza cansados de ver filtrarse impunemente la miseria moral por las rendijas sociales. Hartos de promesas incumplidas, palabras heridas de cinismo y mentiras institucionales. Ciudadanos agotados de luchar durante años por la regeneración democrática que purifique con el fuego de la honradez las instituciones públicas y privadas.

Estos vecinos nuestros han optado finalmente por callar y vivir un penoso autoexilio interior, tras arrojar la toalla sobre el cuadrilátero de la vida política, al verse acorralados entre las cuerdas por uppercuts del poder que los oprimen, noqueándolos con desempleo, copagos, corruptelas, despilfarro, explotación y estafas libradas con impunidad insultante, en un país donde solo pagan sus culpas los ladrones de gallinas.

 

 

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