OPINIóN
Actualizado 05/01/2014
Sagrario Rollán

Seguramente nuestros lectores ilustrados habrán oído hasta la saciedad aquello de que el hombre es  un ser para la muerte, entre guerras (este año se cumple el centenario de la primera ) se hizo lema de la filosofía existencialista.  Además la experiencia cotidiana de desgaste, enfermedad, decaimiento, etc.,  confirma esta conciencia para el sentido común. Y sin embargo unos y otros celebramos con alegría o con un punto de nostalgia el año nuevo. Pues bien,  para empezar este rincón de reflexiones (amor y pedagogía) me gustaría resaltar hoy la idea del ser humano como un ser naciente, esta fecunda idea de La filósofa judía Hanna Arendt nos invita a la esperanza y a la renovación, pues naciente quiere decir que cada ser humano que llega al mundo inaugura algo, y así cada generación se hace eco de esa novedad y abre perspectivas inéditas, no siempre perceptibles a primera vista, tampoco siempre exploradas;  pues tal vez  se necesita una cierta extravagancia, quizá una capacidad de delirio entusiasmado, para salir de los caminos trillados,  del mecanismo ciego del trabajo rutinario, de la pedagogía desvitalizada, del pensamiento ideologizado, de la burocracia,  en fin,  que ahoga nuestras vidas y cercena en los más jóvenes ese impulso de novedad, que por naturaleza y condición les caracteriza y pertenece,  habita en ellos.

Cuando Hanna Arendt expone su noción de natalidad,  como digo los  filósofos  contemporáneos más sesudos están hablando de la muerte, mientras la guerra está destruyendo Europa. Pero ella insiste contra toda esperanza en subrayar este rasgo distintivo de la condición humana como lo que define  y hace posible , a pesar de todo,  nuestra existencia sobre la tierra, porque lo naciente es al tiempo lo que propicia el  cuidado, el diálogo, la escucha, la educación, la política en fin, es decir, la acción propiamente humana y humanizadora , como acción constructora y engendradora de vida .

Lo naciente es lo único que,  en tanto que conciencia alentada de esperanza,  nos permitiría sustraernos a la banalidad del mal, conformismo normalizado,  inercia ,  ceguera  o desánimo  que nos arrastran,  por acción o por omisión, hacia el abismo de lo inhumano. La novedad,  en su caso,  nos ayuda a  discernir, en tanto que nos empuja y nos apremia en pos de lo intuido, todavía no realizado, pero sentido en germen de nueva vida. Entre la burocracia que nos aplasta con su rutina, y la utopía que niega el lugar  terreno de la realización humana  plena, a riesgo de convertirse en totalitarismo, la idea de lo naciente es,  para la  filósofa judía (inspirada en este punto, por cierto, en San Agustín),  un acicate y un compromiso, tanto social, como pedagógico?, sobre todo pedagógico.  Y aquí encontramos el hilo para  un diálogo fecundo con nuestro don Miguel de Unamuno, que en su libro Amor y Pedagogía,  "un tanto agresivo y descontentadizo",  se propone justamente desenmascarar esa "pedagogía deductiva" que  consiste en diseñar un plan para "crear genios", allí donde no hay ni amor, ni vitalidad, ni empatía, y desde luego ninguna simpatía por el educando,  lo cual obviamente termina en tragedia. Es la potencia destructora de lo mecánico contra lo orgánico,  de lo técnico contra lo moral,  de lo económico contra lo ecuménico.

Progreso  a priori y pedagogía deductiva,  ¿para qué? Si el niño, el joven, el adulto vulnerable y desvalido no nos importan? La banalidad del mal se torna desamor y la pedagogía desalmada arrasa programáticamente todo inicio de nueva vida: "Pobres conejillos, pobres conejillos, y luego viene lo del respeto a la conciencia del niño?" don Miguel dixit.

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